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Tribuna:LA ILEGALIZACIÓN DE BATASUNA
Tribuna
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Actuar con la cabeza

Invoca el autor motivos materiales y de oportunidad para cuestionar el proyecto de ley de Partidos que impulsa el Gobierno.

En mi doble condición de ciudadano y jurista afincado desde hace 28 años en el País Vasco, con sentimiento nacional exclusivamente español y dotado de protección por haber figurado en listas de los comandos Bizkaia y Buruntza por ser magistrado, aporto mis reflexiones personales al debate público sobre el propósito gubernamental de ilegalización de Batasuna y el anteproyecto de Ley de Partidos Políticos destinado a servir de cauce para esa finalidad.

A mi juicio, la decisión de ilegalizar Batasuna no resulta oportuna, ya que reforzará la actividad terrorista, contribuyendo a incrementar el número de personas que llaman a la puerta de ETA para ofrecerse como militantes o colaboradores. En efecto, hay personas que, dando hoy su apoyo al proyecto político de Batasuna, no están de acuerdo con la utilización de la muerte y la violencia como medios, bien por razones éticas, bien por motivos de eficacia política, de tal forma que consideran suficiente expresar su discrepancia radical con el sistema a través de su militancia en ese partido, su voto al mismo o su participación en determinados actos que convoca. Creo que una parte de ese colectivo, con la ilegalización de Batasuna y de cualquier opción política sucesora, traspasará la frontera que supone implicarse directamente en actos de terrorismo, al no dejársele otros medios de participación política y ciudadana adecuados a sus convicciones. Cierto es que no será la mayoría de sus votantes y ni tan siquiera de sus militantes, pero el terrorismo no necesita de muchas personas para cometer sus asesinatos u otros actos delictivos.

El cuerpo puede pedir ilegalización, pero debe ser la cabeza quien guíe nuestras decisiones
El anteproyecto restringe indebidamente el derecho constitucional de asociación política

La presencia de Batasuna en la escena política cumple, además, una segunda función; es el termómetro que permite evaluar el colchón de apoyo que puede tener en un momento dado el fenómeno terrorista, en cuanto expresión del número de personas que dan su expresa conformidad a ese modo de actuación en la vida política y de los que, sin estar de acuerdo con él o en franco desacuerdo, no están dispuestos a desmarcarse del mismo (muchas más de las que se piensa). Esa función se perdería y con ello sería más difícil detectar el efecto de otras medidas que se adoptan para erradicar la base social de la que el terrorismo se nutre.

Creo, finalmente, que la ilegalización debilitará a organizaciones que, como Aralar, Zutik, Batzarre y Abertzaleen Batasuna, se han desgajado en los últimos tiempos de Batasuna por su falta de condena de los actos terroristas, aunque siguen manteniendo los postulados propios de la izquierda abertzale, y que constituyen un punto de referencia valiosísimo para que quienes dan su apoyo a Batasuna tengan una alternativa viable dentro de su propio mundo. Además, se corre el riesgo de que ésta, carente de otros cauces, decida infiltrarse en ellas y acaben desnaturalizadas.

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El propósito gubernamental de ilegalización viene precedido de un nuevo proyecto de ley de partidos políticos, considerándolo como instrumento necesario para poder llevarla a cabo. Razón inexistente, a mi juicio, ya que actualmente se dispone de medios adecuados para declarar ilegal a un partido, como es la vigente Ley de partidos políticos, que en su artículo 5 establece quién puede disolverlos (la autoridad judicial) y en qué casos (cuando su organización o actividades sean contrarias a los principios democráticos o incurran en supuestos tipificados como de asociación ilícita en el Código Penal; entre ellos se incluyen, según su artículo 515, no sólo las bandas armadas, organizaciones o grupos terroristas, sino también las asociaciones que promuevan la comisión de delitos o las que, teniendo un fin lícito, empleen medios violentos, las organizaciones de carácter militar y las asociaciones que promuevan la discriminación, el odio o la violencia contra personas, grupos o asociaciones por su ideología o la pertenencia a una nación, entre otras causas). Cierto es que esa ley no atribuye expresamente a un órgano judicial la competencia para proceder a esa disolución ni establece un procedimiento judicial específico para ello, pero eso únicamente significa que se han de regir con arreglo a los criterios establecidos con carácter general en nuestra legislación.

Nuestra Constitución reconoce en su artículo 22 el derecho de asociación y lo hace en términos de tal amplitud que sólo lo limita para prohibir las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar, así como para declarar ilegales las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito. El derecho a crear partidos políticos se restringe indebidamente, a mi modo de ver, cuando se exige, como lo hace el artículo 2 del anteproyecto, que sus promotores no hayan sido condenados por asociación ilícita o por alguno de los delitos graves previstos en los títulos XXI a XXIV del Código Penal (que son un gran número y abarcan, entre otros muchos, conductas como la del funcionario que intercepta correspondencia, la de quienes hagan resistencia activa grave a cualquier funcionario público o los que causaren daños que interrumpan el servicio postal, instalaciones de telecomunicaciones, suministro de agua, gas y electricidad o las vías férreas, por poner algunos ejemplos cuya razón para impedirles constituir partidos no consigo imaginarme).

Creo, además, que esa norma peca de inconstitucionalidad desde otra perspectiva, puesto que la restricción de un derecho constituye una concreta pena (inhabilitación especial), cuando nuestro Código Penal la sujeta a un tiempo máximo de veinte años (artículo 40) y ha de imponerse, como toda pena, en el marco de un proceso penal con las garantías que le son propias (entre ellas la sujeción al principio de legalidad penal reconocido en el artículo 25-1 de nuestra Constitución), en tanto que aquí sería de duración ilimitada e impuesta fuera de un proceso de esa naturaleza. La vulneración sería aún más clara si se toman en cuenta condenas por conductas efectuadas antes de la vigencia de la nueva ley (lo que tiene suma importancia para valorar la efectividad real que puede tener, a corto o medio plazo, una norma como la expuesta).

Ese menoscabo del derecho de asociación también se produce, a mi entender, con el establecimiento de causas de disolución de los partidos distintas a los supuestos de limitación de ese derecho señalados en el artículo 22, como desde luego es la tercera de las previstas en el artículo 9 del anteproyecto ('cuando no respete en sus actividades los principios democráticos y los valores constitucionales'), puesto que si con ello se quiere añadir algo distinto a la persecución de fines o utilización de medios que sean delictivos, como parece (a tenor de las reglas contenidas en los apartados 3 y 4 del art. 8), rebasa los límites constitucionalmente señalados. También se restringe indebidamente el derecho de asociación con la regla del art. 11 del anteproyecto, que impide la creación de un partido que continúe la actividad de otro declarado ilegal y disuelto, ya que su ilicitud sólo puede venir por su propia conducta (que, en estos casos, sólo serán sus estatutos), sin que pueda ser elemento relevante la mera similitud de sus proyectos políticos o de las personas que los dirigen.

La disolución de un partido o la imposibilidad de constituir otro por causas no previstas directamente en la Constitución tiene una vertiente distinta, que no afecta a quienes lo crean o militan en él, sino a quienes se identifican con el proyecto político que representa y le dan su expreso apoyo a través del voto, que quedan impedidos de poder hacerlo. El derecho de los ciudadanos a participar, directa o indirectamente, en los asuntos públicos, que garantiza el artículo 23 de nuestra Constitución quedaría conculcado, a mi modo de ver, con una disolución de esas características o con una medida como la prevista en la disposición adicional segunda del anteproyecto, que impide la presentación de candidaturas por agrupaciones de electores que vengan a continuar la actividad de un partido declarado ilegal.

La atribución de la legitimación para pedir la disolución de un partido al Gobierno, al Ministerio Fiscal y a cincuenta diputados o senadores (art. 10-1 del anteproyecto) constituye, a mi juicio, otra medida de dudoso encaje constitucional, ya que restringe el derecho a una tutela judicial efectiva de cuantos puedan resultar perjudicados por su actividad, entre los que cabe incluir a cualquier partido político y ciudadano con derecho a voto. Se da el absurdo, además, de que esa limitación no se atribuye a la disolución por cualquier causa, no afectando a la que provenga de constituir un supuesto tipificado como delito de asociación ilícita, para la que no hay restricción alguna e, incluso, puede pedirse por quien no es perjudicado, mediante el ejercicio de la acción popular.

Una norma como la contenida en el art. 10-2 del anteproyecto, que atribuye a una Sala Especial del Tribunal Supremo (y sin recurso jurisdiccional alguno) el enjuiciamiento de la pretensión de disolución de un partido por causa distinta a la de haber incurrido en delito de asociación ilícita, pugna con la prohibición de la arbitrariedad que afecta a todos los poderes públicos (art. 9.3 de la Constitución), ya que la razón de ser que justifica la existencia de esa singular Sala deviene de la atribución del enjuiciamiento de pretensiones que afectan a resoluciones dictadas por las salas ordinarias del propio Tribunal Supremo y explica que, por razones de imparcialidad, no puedan ser dirimidas por las mismas salas que las dictaron. Una circunstancia inexistente en este caso y que tampoco se justifica por la propia naturaleza de la pretensión, puesto que el mismo anteproyecto mantiene que la disolución de un partido por incurrir en un delito de asociación ilícita se resuelve por los tribunales penales ordinarios.

Finalmente, una reflexión. Años atrás, la lucha antiterrorista sufrió un grave retroceso con la adopción de medidas claramente inconstitucionales. No volvamos a equivocarnos ahora, de forma que lo que quiere ser una medida eficaz en ese terreno se acabe convirtiendo en palanca que refuerza a quienes no respetan las reglas del sistema. El cuerpo puede pedir ilegalización, pero debe ser la cabeza quien guíe nuestras decisiones.

Manuel Díaz de Rábago Villar es magistrado del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco.

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