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La importancia de perdonar

Debo estar anticuado. Lo de pedir perdón no se lleva. Y más raro aún es eso de perdonar. Asómese usted a cualquier telediario, de esos que parecen un folletín de crímenes diversos, y ponga atención, a ver si alguien dice, refiriéndose al conductor borracho que mató a su hijo: 'Le perdono'. Los hay pero... muy pocos.

'Es que no hay derecho', me dice el lector. Bueno: quizá tenemos un sentido muy estricto de la justicia. 'El que la hace, la paga'; 'ojo por ojo y diente por diente'. Para algunos, es lo natural. Para otros, es cuestión de supervivencia: si no demuestro ser más fuerte, me derrotarán. O, al menos, así lo creen ellos.

Y, sin embargo, la clemencia es una virtud importante, que me parece que nunca ha debilitado al hombre o a la mujer que la practica de manera adecuada. Porque a perdonar, como a casi todo en la vida, se ha de aprender.

La clemencia es una virtud que nunca ha debilitado a quien la practica

Permítame el lector acudir a un caso reciente. La prensa nos contó hace poco que John Rusnak, un experto (¿experto, dices?) en mercados financieros, dilapidó 750 millones de dólares en operaciones financieras no autorizadas, trabajando en Allfirst, una filial de Allied Irish Banks en Baltimore, Estados Unidos. Cuando un lunes por la mañana no se presentó en la oficina, lo primero que pensaron sus jefes es que se había fugado con el dinero. Pero no fue eso lo que ocurrió.

Por lo que parece, John había llevado a cabo algunas operaciones arriesgadas, probablemente con la noble intención de mejorar los beneficios de su banco. O con la no menos noble intención de mejorar sus ingresos familiares -según la prensa, John recibió unos complementos de sueldo de entre 113.000 y 226.000 euros al año, como premio por sus buenos resultados profesionales-. Las operaciones que John llevó a cabo para intentar tapar los agujeros le salieron mal, o sea que decidió realizar otras, a ver si, con los beneficios de éstas, cubría las pérdidas de las primeras y de las segundas. Y así hasta los 750 millones de dólares.

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No me pregunten por qué lo hizo John. Yo no lo sé. Pero se me ocurre pensar qué ocurriría si yo en mi trabajo o usted en el suyo metemos la pata, y eso le cuesta a nuestro patrono unos pocos miles de euros. Terrible, ¿no? Si me lo descuenta del sueldo, me esperan muchos meses de hambre. Si me denuncia, nadie me quitará una temporada en Can Brians. En todo caso, ¿qué dirán mis compañeros, clientes, jefes, subordinados..., mis vecinos, mis parientes, ¡mi suegra!...?

Lo que pretendo decir es que estamos en una cultura en la que el error no se consiente. El lector quizá piense que eso es bueno: fomenta las actitudes decididas, invita a poner toda la carne en el asador y a no dispensarnos de ningún esfuerzo para conseguir lo que deseamos. Pero, dado que el error es algo inevitable en nuestras vidas, lleva también a conductas cínicas, a huidas hacia delante, a intentar ocultar nuestras equivocaciones... Y entonces pasa lo que al Allied Irish Banks con su empleado (y, créanme, de esos casos hay unos cuantos cada año).

O sea: en una cultura en la que no se admite que el error es posible -más aún, que es frecuente, y a veces inevitable- es más probable que los errores primero se oculten y luego se multipliquen, como en el caso de John. Hasta que, al final, la bola de nieve es demasiado grande.

Pero ya he dicho que hay que aprender a perdonar. Sería absurdo que, al llegar John al despacho de su jefe y decirle que se habían esfumado 750 millones de dólares, le hubiese contestado: '¡Oh, John, no te preocupes, no pasa nada, quedas perdonado!'. Porque sí han pasado muchas cosas: para empezar, 750 millones en billetes verdes desaparecidos, más otros daños materiales y morales muy importantes al propio John, a sus jefes, a sus colegas, subordinados, clientes, familia...Una cultura basada en el perdón debe apoyarse, de un lado, en la confianza en las personas: dejo que te equivoques, pero debes saber reconocerlo y pedir ayuda, si hace falta. Y, si te equivocas, no te despediré sin más, sino que te ayudaré a rectificar. Y, de otro, en un conjunto de medidas de prudencia, que empiezan con los controles adecuados -algo que parece que no funcionó en el caso de John-.

En todo caso, la revisión de la cultura de la empresa es urgente. Porque si John fue capaz de cometer los errores que cometió, las causas de fondo debieron ser, primero, que la empresa sólo valora los beneficios; segundo, que enseña a sus empleados a valorar sólo los beneficios; y tercero, que ha llegado a montar una estructura que, a la larga, lleva a sus empleados y a sus jefes a actuar de forma inmoral, con tal de obtener beneficios. Y, si es así, tienen muy merecidas las pérdidas.

Antonio Argandoña es profesor de Economía del IESE.

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