_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El derecho de manifestación

Marc Carrillo

Dice la Constitución en su artículo 21: 'En los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad, que sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para las personas o bienes'. Quizás, el lector se preguntará por qué se reproduce a estas alturas aquí el texto constit ucional que reconoce un derecho fundamental de libertad de expresión política y social como es el derecho de manifestación, cuando es obvio que su reconocimiento es una de las garantías del pluralismo político y social, así como un síntoma de calidad del sistema democrático. Y más, cuando su ejercicio por la ciudadanía integrada por los nacionales y los extranjeros ha sido y es moneda corriente en la vida política. Pues, sencillamente, porque con motivo de la reciente manifestación antiglobalización celebrada en Barcelona con ocasión de la cumbre del Consejo de la Unión Europea, el actual presidente del Gobierno ha afirmado que su Gobierno había 'dado libertad a esos grupos para gritar'. Más allá de las motivaciones de orden político que las hayan movido y del palpable tono irónico y despectivo empleado para expresarlas, su contenido exige una reflexión también desde el plano jurídico- constitucional.

La afirmación del presidente del Gobierno pone de manifiesto una concepción preconstitucional del ejercicio de las libertades públicas y derechos fundamentales, porque se arroga para sí la potestad de reconocer los derechos (el Gobierno ha dado libertad para gritar) cuando, por el contrario, resulta ser que es la Constitución la que reconoce el derecho de manifestación. Esta autorización para ejercer el derecho a manifestarse muestra una concepción del régimen jurídico de los derechos basado en el control preventivo de su ejercicio, lo que significa que antes de ejercerlos se hace preciso que el Gobierno conceda la gracia de poder ponerlos en práctica. De estas afirmaciones puede colegirse que el Ejecutivo, al parecer, en un supremo acto de tolerancia se ha permitido atribuir a sus conciudadanos la libertad para que griten en la vía pública. Cuando queda fuera de toda duda razonable que en la lógica de un régimen liberal democrático resulta inconcebible pedir permiso para ser libre.

Porque lo que se deriva del citado precepto constitucional es justamente lo contrario: es decir, es la norma suprema la que reconoce el derecho fundamental y no el Gobierno ni su presidente. De forma más específica: son las personas que deciden manifestarse las que comunican a la autoridad gubernativa competente su intención de hacerlo por las razones que crean más oportunas. Comunicar no es pedir autorización. La autorización siempre significa un control preventivo, propio de los regímenes autoritarios y de las dictaduras que hacen del desconocimiento de los derechos fundamentales sus señas de identidad. En consecuencia, comunicar es avisar a fin de que la autoridad verifique los efectos que el ejercicio de este derecho pueda tener sobre los intereses generales y particulares, al objeto de velar por las libertades de la colectividad. Y es en esta fase posterior cuando, eventualmente, dicha autoridad, a través de la debida ponderación entre la libertad y la seguridad, puede llegar a tomar la decisión de proponer la modificación del itinerario de la manifestación o, incluso excepcionalmente, la prohibición, si existen razones por las que quepa deducir que el orden público pueda quedar alterado. Pero ambas decisiones no son unilaterales de la autoridad administrativa sino que en cualquier caso están sometidas, a través de un procedimiento jurisdiccional sumario, al control judicial que es, a la postre, el que deberá avalar o rechazar la decisión gubernativa. Por tanto -hay que reiterarlo- no es el Gobierno ni tampoco su presidente quienes dan la libertad sino que es la Constitución quien la reconoce y, de acuerdo con ella, son las personas en general -y no sólo los ciudadanos- quienes la ejercen. No hay que olvidar, como así lo recuerda el Tribunal Constitucional, que el derecho de manifestación es un derecho fundamental de eficacia inmediata y directa (STC 59/1990, FJ 5º). Y parece que el presidente del Gobierno o, más bien, sus asesores, han hecho abstracción de este indeclinable referente jurídico.

El derecho de manifestación es también una forma específica de ejercer la libertad de expresión frente a la acción de los poderes públicos y, por supuesto, también, con relación a la de otros particulares. Se trata de una asociación transitoria de personas reunidas en un lugar de tránsito público al objeto de exponer ideas o reivindicaciones con publicidad al objeto de atraer la atención de los poderes públicos o de las entidades privadas y, en todo caso, del conjunto de la sociedad. Manifestarse es también un cauce del principio democrático participativo, y no está de más recordar que la democracia no se agota con las elecciones sino que se completa con la actividad cívica de la ciudadanía a través de las formas que la Constitución reconoce. Y el derecho de reunión, como derecho individual de ejercicio colectivo es uno de ellos.

Es obvio que la crítica a las instituciones públicas en una manifestación no supone su deslegitimación, sino que es una forma más de control social difuso de los representantes políticos por parte de la población. Con independencia de quien gobierne y de quien reivindique. Y eso es lo que pretendía la inmensa mayoría de los que cívicamente se manifestaron en Barcelona hace unos días. Sería un planteamiento muy simplificador de la democracia negar el derecho a manifestarse porque las instituciones gocen de legitimación democrática. Máxime cuando, como es el caso del Parlamento europeo, aún siendo la más directamente representativa ocupa una posición muy secundaria en el proceso de las decisiones comunitarias.

Marc Carrillo, es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_