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Motivación e indiferencia

Fernando Savater

'Es una venganza de la historia en nosotros, los igualitaristas, que también tengamos que vérnoslas con la obligación de distinguir'. Quizá en esta frase se condensa toda la polémica perplejidad del ensayo de Peter Sloterdijk sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, titulado El desprecio de las masas (Ed. Pre-textos). La gracia o la malicia de Sloterdijk es que siempre pone el dedo en la llaga, pero después se dedica a cualquier cosa menos a curar la llaga, lo cual produce en sus lectores una mezcla de interés y desasosiego que intelectualmente resulta de lo más estimulante. Los modelos sociales que nos precedieron no hace tanto privilegiaban la diferencia vertical en el mundo de la cultura: los sabios por encima de los ignaros, las 'autoridades' en cada materia sobre los 'legos o profanos', los irrefutables maestros sobrevolando a los aprendices y, desde luego, los civilizados abrumando desde las alturas a los salvajes. Sin embargo, ahora hemos pasado de la vertical a la horizontal: somos diferentes pero iguales, todos distintos aunque en el mismo plano, efímeramente inconfundibles en el gesto, pero indiscernibles en el mérito. Cada cual tiene derecho a ser lo que es y como es, nadie tiene derecho a ser visto como mejor o superior a otros, sólo peculiar en su estilo. La ignorancia es una sabiduría alternativa, la incompetencia es otra forma de hacer y lo correcto es suscribir el asombro de aquella señora porteña que le comentaba a Bioy Casares: 'No sé a qué se refieren cuando dicen que alguien es inteligente. ¿Cómo lo saben?'. En la gama de distinciones horizontales en la que cada cual afirma su idiosincrasia antijerárquica como el derecho más irrenuciable, no hay más éxito ni fracaso que los que provienen del plebiscito popular que proclama vencedores ocasionales desde su inapelable capricho y simpatiza con los no menos episódicos vencidos: Operación Triunfo. El único ranking lo establece el dinero, como constatación mensurable de la aceptación social. Más allá de la diferencia en acumulación de euros que sobrenada la universal indiferencia sólo queda la contraposición yuxtapuesta de las identidades, inconfundibles pero intercambiables.

En este campo de juego, la apuesta por la educación no logra contabilizar nunca sus pérdidas y ganancias. Es imposible educar sin valorar, pero nadie se arriesga a valorar de verdad (ni siquiera a dejar claro que existen diferentes grados en lo estimable y no sólo privilegios o prejuicios) y por tanto es improbable que nadie se comprometa demasiado a educar. Junto a la escasez de presupuesto para dotar a este servicio público cada vez más complejo y por tanto más caro, tal es la principal razón del desánimo educativo imperante... y no sólo en nuestro país. Como a cualquiera, me preocupa el veinticinco o treinta por ciento de fracaso escolar que padecemos entre los alumnos, pero aún más otro fracaso mayor: el confesado desaliento -'desmotivación', en la jerga actual- del ochenta por ciento de nuestros enseñantes de bachillerato. Y eso por no hablar de la desmotivación educativa de los padres, sobre la que hay menos datos estadísticos, aunque tampoco hacen demasiada falta: basta con ver que la mayoría de ellos culpa del botellón o de cualquier otro comportamiento incivil de sus retoños al ministerio, al ayuntamiento, a la globalización o a quien se tercie. ¿Qué abulia es peor, la de los educandos o la de sus educadores? Se deplora, con abundantes razones, el crecimiento de la indisciplina en las aulas y los correspondientes excesos autoritarios para remediarla al menos superficialmente, pero nadie explica cómo puede lograrse ejercer una autoridad sin tiranía (disculpen el pleonasmo) cuando cualquier baremo para calibrar lo apreciable frente a lo insuficiente o lo nefasto parecen oligárquicos.

No faltan reservas argumentadas contra un futuro examen de estado o reválida al final del bachillerato (entre las que no están, desde luego, la acusación ridícula de franquismo ni la queja por el triste destino de quienes hagan los cursos y no consigan aprobarla, criterio que obligaría a conceder el carnet de conducir a todo el que acredite haber pasado suficiente tiempo maniobrando en una academia). La principal sigue siendo la que existía contra la selectividad: que acabe convertida no en una prueba para valorar la madurez y los conocimientos adquiridos, sino en el único objetivo inteligible de la preparación que reciben los bachilleres. Pero lo que no vale es calificar de 'elitismo' cualquier forma de valoración o selección entre esfuerzos desiguales. El verdadero elitismo perverso es el falso igualitarismo que hermana en una generosa mediocridad la pereza siempre respaldada por los papás de los niños mimados con el esfuerzo de quienes se empeñan en mejorar la modestia de sus orígenes. Si ningún derecho jerárquico se recibe en la cuna, tampoco el de ser bachiller superior o el de entrar como fuere en cualquier universidad... Confieso que miro con mucho recelo establecer distintos itinerarios en el último tramo de la educación obligatoria, porque puede suponer incitar al abandono temprano a los chicos con mayores problemas ambientales y servir de coartada no tanto a su incurable desmotivación como a la apresurada renuncia de los adultos que debieron motivarles. Pero en cualquier caso, me rebelo contra que la única forma de distinguir la excelencia sean las votaciones populares de Operación Triunfo, con toda su estomagante parafernalia lacrimosa y sus ventajismos mediáticos. ¿Va a ser ésa la única 'reválida' que cuente con el consenso de jóvenes y adultos?

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Pero quizá lo primero sea preguntarse si de veras interesa fomentar educativamente la complejidad intelectual y la renovación de las perspectivas problemáticas o preferimos atenernos al topicazo vacuo de uno u otro signo para no meternos en más líos. Basta con ver lo que le ha ocurrido a Mikel Azurmendi por empeñarse en estudiar las cosas de la inmigración personalmente y plantear sin remilgos temas que exigen debate, pero que por lo general se resuelven simplemente con ovaciones o anatemas. Enseguida ha pedido su cese el PSOE, que anda últimamente sembrado en ideología y estrategia, apoyado por IU y por el partido que ha dado en el último siglo mayor número de autoridades en materia de xenofobia y racismo: el PNV. Sin embargo, la tierra sigue moviéndose, y si el multiculturalismo se entiende como el derecho a que coexistan en el mismo plano dentro de la democracia los criterios democráticos y los que no lo son, el sistema se irá corrompiendo más y más. Educar democráticamente es formar futuros ciudadanos, es decir, futuros gobernantes. ¿Nos será indiferente que crean en los derechos humanos o sólo en los derechos masculinos, que veneren las monarquías feudales o los sistemas parlamentarios, que respeten por igual las supersticiones y los criterios científicos? Vivir en una sociedad igualitaria no quiere decir precisamente vivir en una sociedad en la que a todo el mundo le da todo igual. O elegimos y valoramos o cerramos las escuelas. El país que mira la televisión ve Operación Triunfo, y los poquitos que miran hacia la educación, ven más bien acercarse la Operación Fracaso.

Fernando Savater es profesor de filosofía de la Universidad Complutense.

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