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HORAS GANADAS
Columna
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Brundibár

Rafael Argullol

La única compensación realmente vigorosa contra el desastre moral que entraña la capacidad singular, inigualada en el resto de la naturaleza, del ser humano para la tortura es su poder de resistencia, también singular e inigualable, frente a ella. El hombre es el más refinadamente cruel de los animales, pero es asimismo el resistente por excelencia: lo demuestra el siglo recientemente concluido, que ha escenificado estas dos corrientes contrapuestas hasta límites casi imposibles, pero me temo que cualquiera de las épocas de la historia humana arrojaría resultados elocuentes.

Si, como se ha dicho, cada documento de cultura implica un documento de barbarie, también podemos, afortunadamente, invertir los términos y reivindicar la cultura latente que puede crecer aún en el corazón mismo de la barbarie. Un libro reciente y un estreno musical inminente lo confirman.

El libro es La villa, el lago, la reunión, del historiador inglés Mark Roseman, un texto que sintetiza bien la barbarie al presentar documentos que han podido ser calificados como 'los más vergonzosos de la época moderna', aunque desde luego esto siempre es discutible en una época tan prolífica en documentos vergonzosos: los supuestos protocolos de la solución final del problema judío. La villa es un palacete a orillas del lago berlinés del Wannsee y la reunión convoca a un grupo de jerarcas nazis bajo la presidencia de Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo.

Sin embargo, más que por los protocolos en sí mismos, repletos de siniestros tecnicismos jurídicos, el libro de Roseman es importante porque refleja a la perfección qué es un genuino documento de la barbarie, algo, desde luego, alejado de toda pureza de concepción y de aplicación, en contra de lo que a veces estamos tentados a creer. En un documento de barbarie -en un tiempo y en un espacio de barbarie- habitan, mezcladas caóticamente, las ideologías fanáticas, los terrores, las intrigas; sórdidos idealismos al lado de ambiciones desmedidas, visiones apocalípticas junto con estrechas nimiedades de honestos padres de familia. La planificación más monstruosa y la más sorprendente improvisación.

Acostumbrados a oír que el exterminio judío fue la consecuencia de la puesta en funcionamiento de una meticulosa, exacta y casi infalible 'maquinaria infernal' -en consonancia con la idea de que el nazismo era 'diabólico' y no, como fue, aunque cause repulsión, 'humano'- resulta doblemente doloroso comprobar en La villa, el lago, la reunión la cadena de cobardías, dudas, estulticias e irresponsabilidades que condujeron inexorablemente a la solución final. Los ideólogos dejaron paso a los demagogos y éstos a los burócratas, hasta encerrar a las víctimas en un círculo de sangre.

De la lectura de este y de tantos otros libros sobre los totalitarismos del siglo XX se deduce que los grandes formuladores de mitos, los instigadores y seductores de las masas, delegan siempre en los burócratas del tipo de Adolf Eichmann -también presente en la conferencia del Wannsee- la tarea ya no sólo de ejecutar, sino de decidir la ejecución. Los ideólogos braman para dejar morir a sus opositores y contrarios, pero sólo los burócratas acaban traspasando la frontera que separa el dejar morir del matar y, además, ponen sus números en los libros de contabilidad.

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Gracias a estos burócratas sabemos mucho de lo que sucedió mientras los políticos, militares e intelectuales adictos al nacionalsocialismo tejían una capa de silencio que ni siquiera se rasgó totalmente en los juicios de Núremberg. Sabemos, por ejemplo, lo que sucedía en los campos de concentración, día a día, con detalles espeluznantes, en ese océano de rumores que era Alemania en el que nadie, al parecer, sabía escuchar el ruido de las olas.

Pero todo documento de barbarie es también desde alguna perspectiva, casi siempre secreta al inicio, un documento de cultura. El libro de Mark Roseman da cuenta, en medio de la tenebrosa trashumancia de futuros sacrificados, de la peculiar ornamentación oficial que envolvió el campo de concentración checo de Terezín (Theresienstadt), exportado como asentamiento modelo mediante un documental en el que se recogía una vida casi idílica, con tiendas, escuelas y cafés. La inmensa mayoría de los habitantes del campo morirían, con posterioridad, en Auschwitz.

No obstante, pese a esta farsa macabra, hubo realmente una notable actividad en el campo de Terezín, sobre todo en el ámbito musical. Diversos compositores importantes, aunque con su carrera truncada en plena juventud, trabajaron, enseñaron y estrenaron en Terezín: Viktor Ullmann, Pavel Haas, Gideon Klein, Hans Krasa.

De este último es, precisamente, el estreno musical al que me refería: su ópera infantil en dos actos Brundibár se representará entre nosotros los próximos días 16 y 17 de marzo en el Teatro de la Faràndula de Sabadell. Krasa, muerto como casi todos los demás músicos de Terezín en 1944, era un excelente compositor, discípulo de Roussel, y en sus escasas piezas conservadas se advierten afinidades con Schönberg y Stravinski.

Más allá de esta excelencia, Brundibár es una obra de resistencia, sencilla en su concepción -dado el público a la que se dirigía-, pero con un destino extraordinario: escrita por Hans Krasa en 1938 y estrenada discretamente en el orfanato judío de Praga tres años después, fue representada de nuevo en el campo de Terezín en 1943, cuando fue internado el último contingente de niños provenientes de aquel orfanato.

Paréntesis de hermosura entre tanta muerte, su popularidad fue, al parecer, tan grande que fue comparada con La novia vendida, de Smetana. No sabemos el efecto que podía causar la ópera en niños y adultos en aquel entonces, pero ahora, ante nosotros, no hay duda de que se erige como un monumento de luz que emerge de la tiniebla.

Por fortuna, no es el único ni será el último. Recuerden que Tommaso di Campanella estuvo encerrado casi 30 años en una mazmorra en la que jamás entraba la luz solar y escribió uno de los libros más resplandecientes que se hayan escrito, La Ciudad del Sol.

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