Aguantar

Esta mañana, como todos los días, cogí el metro para ir a clase. Llegué, pero no sin antes aguantar empujones, insultos, malas caras... ¡a mí, que no creo que nunca haya corrido ni me haya pegado por un sitio!

Después fui a comer al centro. Una terracita en una plaza turística, yo con mi tapa de calamares y un padre ante mí intentando que su hijo hiciera aguas menores en la calle, delante de mi comida. '¡Vaya, será que no llega al baño!', pensé yo.

Pero luego, por la tarde, cuando tropecé con un borracho que tiraba el vino en la acera, con un señor que escupía a mi lado como si se encontrase en la intimidad de su domicilio (en la que seguro que no hace esas cosas), con un grupo de mujeres que gritaban en una terraza, con una procesión que ensuciaba mi calle, con un matrimonio que no se callaba en el cine para dejarme escuchar la película y con una pelea de inmigrantes en la que para qué iba a intervenir el policía que pasaba por delante, y tras darme cuenta de que todos y cada uno de los que me habían amargado el día superaban los treinta años pensé: ¿será todo esto culpa de la cultura del botellón?

Entonces llegué a la conclusión de que la solución iba a ser prohibir el transporte público, el cine, el tapeo, las terrazas, las procesiones, los inmigrantes y, ante todo, el alcohol.