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Columna
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La contraseña

En otros tiempos, tan añorados por quienes no tenemos futuro, las cosas cambiaban y unas relevaban a otras, aparecían novedades que poco tardaban en incorporarse a nuestro mundo habitual y el pasado iba difuminándose. Pero creo que costaba trabajo deshacerse de aquello que nos era grato, útil o entretenido. Hablo de lo que rodeaba al común de la gente, una mayoría que, la verdad, se contentaba con poco. Casi contemporáneos en mi recuerdo, están los aparatos de radio, cuya caja ojival nunca supe a qué obedecía -quizás el contenido era tan escaso y de poco volumen que el precio defraudara al comprador- y los fonógrafos. Fue una fecha memorable en la casa paterna cuando llegó el primer gramófono, y no pretendo discutir que hubiera quien lo disfrutara mucho antes. Era de La voz de su amo, con el perrito atento a la enorme bocina. Milagros de la memoria, que se empeña en conservar incidentes menudos, tengo bien presente que con el aparato regalaban cinco discos. Sólo puedo citar el de pasodobles patrióticos: Los voluntarios, Soldadito español, etc. Tres zarzuelas, no sé si en la misma unidad: La del manojo de rosas, Luisa Fernanda y La rosa del azafrán, amén de la pegadiza romanza de La leyenda del beso que hace unos años resucitó un conocido grupo, con el título de Amor de hombre. Me regalaré con una tacita de infusión por la proeza, con la sosegada convicción de que no le importa a nadie. Si un conciudadano viera y escuchara ahora uno de aquellos mamotretos solicitaría asistencia psiquiátrica.

Han sido sustituidos y mejorados lo indecible. Parece que el universo de la máquina admite mayor evolución que el comportamiento humano, al que, con melancolía, suelo referirme. Viejas costumbres o gestos se han esfumado sin reemplazo y carecen de significado para nuestros contemporáneos. Por ejemplo, la antigua forma de reclamar la atención del camarero, un chasquido de dedos, un siseo, o unas discretas palmadas para que enderezara el rumbo hacia nuestra mesa, con mayor o menor parsimonia. Hoy a nadie se le ocurre palmear ni chasquear los dedos medio y pulgar en un lugar público, donde, por otra parte, se habla a voces y se tienen aparcados algunos elementales indicios de buena educación.

Queda el recurso de aguantarse a la espera de que el mozo -o la moza- consienta en fijar en nosotros la mirada, con la suficiente demora como para que hagamos desesperados gestos reclamando su atención, como los señaleros que en los portaaviones indican a los pilotos la única vía por la que circular. Es alto el porcentaje de las personas que, elegido tal oficio, evitan con maestría mirar hacia el lugar donde reclaman sus servicios. Inténtenlo; puede tenerlo enfrente, quizás reclinados en la pared, cambiando impresiones con la cajera o descansando el codo sobre la máquina de hacer café. Sus ojos, con expresión fatigada, recorren el local y, al llegar a nosotros, nos encierran en un paréntesis para continuar el vacuo recorrido. Es el momento de adoptar la paciente y vigilante táctica del camaleón: total inmovilidad, para no espantar sus cavilaciones, que es peor. En esa fracción de segundo, capturar el interés de su mirada, sin gesticular, a fin de evitar su enojo.

En el pasado, algunos señorones gritaban '¡Casa!', que era una variante impersonal. Siempre creí que la invocación provenía del estentóreo aullido que proferían los caballeros al pie de las almenas, antes de la invención del timbre. Una corrida de toros en los sanfermines, un gol en el Bernabéu y la imparable algarabía en los llamados programas de debate en la tele son los lugares más estruendosos del universo. Es sorprendente el elevado tono de voz que suele emplearse cuando no se tiene nada que decir.

Los cafés siempre fueron muy ruidosos en España y los profesionales recurrían a un sonido extraño, que traspasaba el ambiente sonoro y servía de contraseña y aviso entre los camareros y sus jefes, como si fueran a través de ondas de baja frecuencia, ésas que sólo perciben los perros. Se parece al que producen los cariñosos labios de una abuela cuando besa ruidosamente al primer nieto, frunciéndolos y aspirando, con discreción, claro. Lo escuché, me lo enseñaron, hice uso de él con buena acogida, pero no lo he vuelto a oír y si lo he intentado el solo efecto ha sido algún sorprendido gesto de extrañeza y desconfianza en mi estabilidad mental.

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