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Un eurogalimatías europeo

Para cumplir el encargo que a sí mismo se había hecho en Niza, el Consejo Europeo aprobó en Laeken, a mediados del mes pasado, una nueva Declaración sobre el Futuro de Europa, en la que, además de fijar la composición y las funciones de la 'Convención' encargada de preparar la próxima Conferencia Intergubernamental y desmenuzar las cuestiones de las que deberá ocuparse, se propone, de manera más bien dubitativa, la posibilidad de constitucionalizar la Unión, de elaborar una Constitución Europea.

Aunque la idea de dotar a Europa de una Constitución viene de atrás y el Parlamento Europeo la ha propugnado sin éxito en diversas ocasiones, es ésta la primera en la que los 'jefes de Estado y Gobierno' se hacen eco de ella, como consecuencia, sin duda, del apoyo que en los últimos años le han dado fuerzas políticas importantes y políticos destacados; principalmente alemanes, pero también de otras nacionalidades. A fin de no cansar al lector con una larga enumeración, me permito remitirlo a las páginas de Internet abiertas en todos los países para recoger los resultados del debate entre los 'representantes de la sociedad civil' (lo que antes llamábamos las 'fuerzas vivas') que, también en Niza, se recomendó iniciar. Una forma cómoda de acceder a ellas la ofrece la página abierta en la Red por el Consejo encargado de animar este debate en España (www.futuroeuropa.es), en la que también podrá encontrar un concienzudo estudio elaborado por un grupo de trabajo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Dicho sea de paso, hasta el presente es desgraciadamente este texto de origen estatal el único de interés aportado a lo que debería ser un debate de nuestra sociedad, no de nuestro Estado.

Pero dejemos de lado esta observación, que nos llevaría a reflexiones amargas, pues las razones del asombroso contraste entre la satisfacción de los españoles por ser miembros de la Unión y su despreocupación por conocerla y configurarla son tan fácilmente discernibles como escasamente halagüeñas. El único y pobre consuelo es el de que, aunque algo mejor informada y frecuentemente más crítica, tampoco en el resto de los países de la Unión juega la opinión pública un papel muy activo en la construcción de la nueva Europa, que es obra de políticos y expertos, cuyo lenguaje no resulta fácilmente comprensible para el ciudadano. Esta oscuridad es una consecuencia necesaria de la naturaleza de las cosas, no producto de la mala voluntad o del deseo de secretismo de quienes han de llevar adelante un proceso para el que no puede servir de guía teoría alguna y cuyo término final ('una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa') puede ser entendido de maneras muy diversas. Como es inevitable, sin embargo, en ocasiones los propios iniciados terminan por perder conciencia del carácter esotérico de sus saberes y se dirigen a quienes no lo son como si éstos también los poseyeran, sin advertirles del significado que en su cerrado mundo tienen las expresiones utilizadas, con lo que los honrados ciudadanos se ven sumidos en el desconcierto o inducidos a error. No es imposible que la sugerencia de constitucionalizar la Unión Europea produzca uno u otro de estos males, o tal vez los dos.

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Dada la estrecha asociación que existe entre los conceptos de Estado y Constitución, no parece aventurado suponer, en efecto, que muchos de los españoles que se hayan tomado el trabajo de leer la Declaración de Laeken se habrán sentido desconcertados por lo que pueden haber entendido como una contradicción insalvable, pues nuestros sabios gobernantes expresan allí simultáneamente su deseo de hacer una Constitución para Europa y su firme oposición a que ésta se convierta en un (super)Estado, es decir, en un Estado a secas, más o menos complejo, más o menos federal. Para aumentar su desconcierto, pocos días después de la reunión de Laeken, a finales de diciembre, pudieron ver, en este mismo periódico, que, según la autorizada opinión de uno de nuestros más destacados representantes en el Parlamento Europeo, en Europa 'deberíamos tener algo como la Constitución americana, que todo el mundo se sabe de memoria'. Como la Constitución americana, se la sepa o no de memoria todo el mundo allí, es la Constitución de un Estado, leída aisladamente, esta frase podría tal vez llevar a pensar que el miembro del Parlamento va más allá de la Declaración y que él sí quiere un Estado federal europeo, pero en el contexto es claro que no, pues también para él los Estados seguirán siendo los dueños del proceso: 'Europa son los Estados'.

Sobre el fondo de la cuestión, hay coincidencia plena entre nuestro parlamentario y el Consejo Europeo. No sé si los miembros de éste creen también, como él, que la Constitución es cosa que la gente comprende bien, pero si es así, en esto todos yerran, pues el único modo que hay para sacar a los ciudadanos de su desconcierto es precisamente explicarles que la Constitución que se preconiza para Europa no es la Constitución en la que ellos piensan. No la Constitución de un Estado, sino otra cosa. Sobre la pertinencia de designar también como Constitución esta otra cosa de género nuevo e inédito se han escrito ya cientos o miles de páginas de argumentos académicos complejos con los que los ciudadanos europeos, en España o fuera de ella, están poco familiarizados y en los que no tengo intención de entrar; demos por bueno que es lícito llamarla así. La explicación que no puede excusarse es la de que sea este nuevo e inédito género de Constitución y todo lo que hasta el momento se sabe de ello es, por lo menos, confuso.

Por lo pronto, no es la Constitución que, según viene afirmando desde hace décadas el Tribunal Europeo de Justicia, tiene ya la Unión Europea, o al menos su componente decisivo, la Comunidad. Lo dijo primero implícitamente, al negar a los tribunales nacionales la posibilidad de controlar la validez del Derecho comunitario desde el punto de vista de las Constituciones propias, y después, de manera explícita y rotunda. En mi opinión, esta construcción judicial de la Constitución europea, que es la clave de arco del Derecho comunitario, es inestable mientras carezca de un apoyo sólido en las Constituciones nacionales, pero manifiestamente no es esta debilidad la que ahora se intenta corregir. Quienes propugnan una Constitución europea no pretenden mejorar la existente, sino crear lo que, según ellos y en contra de la opinión del Tribunal, no ha existido jamás.

Más allá de esta doble determinación negativa, la de que la ansiada Constitución no ha de

ser ni la propia de un Estado ni la que, intrínseca ya en los Tratados, fundamenta la primacía del Derecho comunitario sobre los Derechos de los Estados, no es fácil saber, sin embargo, cuál ha de ser el contenido positivo de tal Constitución: lo nuevo que ella ha de aportar a la construcción europea, la razón que se aduce para denominar así un Tratado internacional que mantiene una Unión de la que seguirán siendo 'señores' los Estados que la componen. No parece que baste para justificar el cambio de denominación, con el que seguramente se intenta sugerir un cambio de naturaleza, la mera simplificación y sistematización de los actuales Tratados, y desde luego, en la Declaración de Laeken (y así también, me parece entender, para el Consejo presidido por Rodríguez Bereijo), la tarea de constitucionalizar la Unión no se identifica con esa tarea, o al menos no se agota en ella. Como lo nuevo no puede ser tampoco, por definición, una estructura de poder basada en la soberanía popular de un inexistente pueblo europeo, todo queda reducido a modificaciones de lo ya existente expresadas mediante fórmulas altisonantes y oscuras. La francesa es la de la Federación de Estados Nacionales, en la que, a juzgar por el discurso de Jospin el pasado mes de mayo, si bien se ampliarían las competencias del Parlamento Europeo, aumentaría sobre todo el peso del Consejo e incluso de los Parlamentos nacionales, sin cambios significativos en la distribución de competencias. La alemana, si vale como tal la expuesta por Joschka Fischer a título personal en la Universidad Humboldt, un año antes, la de una Federación que no sería, sin embargo, Estado Federal y en la que se 'renacionalizarían' ciertas políticas comunitarias, quizás, entre otras, la agrícola. En lo único en lo que todos parecen concordar es en la importancia que en la nueva 'Constitución' ha de tener la Carta de los Derechos, pero esto es también desconcertante. La finalidad proclamada de tal Carta no es, en efecto, la de garantizar a los europeos unos derechos de los que hasta ahora careciesen, sino hacer más visibles los que ya gozaban, gracias, por lo demás, a esa 'Constitución' cuya existencia venía afirmando el Tribunal (según se nos dice ahora, erradamente) desde los años sesenta del pasado siglo.

La propuesta de dotar a Europa de una Constitución se articula así, me parece, mediante un 'discurso incomprensible por la impropiedad del lenguaje o la confusión de las ideas', para decirlo mediante la elegante definición que nuestra Academia da del sustantivo utilizado en el título. Un fenómeno nada nuevo en el mundo de la política, pero que en este ámbito me parece rodeado de una especial gravedad, no sólo porque la discusión sobre la Constitución puede servir de pantalla para eludir la discusión de los problemas reales, sino, sobre todo, por que tal vez es síntoma de una peligrosa tendencia a buscar para éstos soluciones meramente nominales, a caer en el fetichismo de las palabras. La indispensable construcción de una Europa política, para la que es obvio que no se puede tomar como ejemplo el modelo americano, pues los Estados Unidos no hubieran existido jamás si cada una de las colonias hubiera estado tan interesada o más en preservar su relación privilegiada con la Gran Bretaña que en construir la Unión, no puede ser obra de una Constitución, sino tal vez, en el mejor de los casos, supuesto de ésta. Al fin y al cabo, el único Estado miembro de la Unión que tiene una Constitución firme y duradera es el que no se ha tomado nunca el trabajo de dotarse de una Constitución escrita.

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la Universidad Complutense y titular de la Cátedra Jean Monet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.

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