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La peligrosa pirueta federal

Llevamos ya casi veinticinco años de vigencia de nuestra actual Constitución. Y haciendo un repaso mental a su contenido, no creo errar en demasía si afirmo que, de su totalidad, la parte que más trabajo ha costado y sigue costando asimilar, en fondo y forma, es precisamente aquella que comportaba mayor novedad en el texto de 1978. Es decir, la nueva estructura organizativa jurídico-política que, con no mucha precisión conceptual, ha venido a denominarse el 'Estado de las Autonomías'. Por un lado, el mismo texto constitucional quiso, deliberadamente, dejar abierto el siempre polémico tema de la cesión o traspaso de competencias mediante el casi enigmático número 2 del artículo 150. No se cerró el tema y, como es sabido, ello ha ocasionado un continuo problema que, a mi entender, ha debilitado no poco al Estado. Voces más autorizadas que la mía han lanzado ya la idea de la necesidad de una mayor vertebración y creo que con bastante razón. Pero, por otro, es que el mismo lenguaje autonómico tampoco ha acabado de entrar entre nosotros. Hasta el presente, nunca he oído hablar de 'nacionalidades' (que es lo que dice la Constitución) y sí de naciones (que es lo que ni dice ni puede decir). El pueblo llano sigue utilizando lo de regiones,en general, y la expresión de 'comunidad autónoma' parece haber quedado exclusivamente para la terminología oficial.

Pues bien, cuando todo esto no parece estar del todo consolidado y, por demás, como si en nuestro país no hubiera problemas más importantes a los que atender de inmediato (desde la inmigración a la Seguridad Social, desde la enseñanza al paro), de pronto, en uno de nuestros hispanos bandazos, algún sector de nuestra clase política nos anuncia como panacea el camino hacia un Estado Federal. Va de suyo que nadie ha recordado la única experiencia que en este punto históricamente hemos tenido. Me refiero al Proyecto de República Federal de 1873, en el que, por primera vez, se definía a la Nación española como algo 'compuesto de Estados', que nunca entró en vigor y que acabó en el cantón de Cartagena separándose del Estado de Murcia y declarando la guerra a Madrid. ¡Mala memoria la nuestra! Incluso la Constitución de la Segunda República supo huir de repetir la experiencia y acuñó la definición de 'Estado integral' compatible con autonomía de algunas regiones. Si en este segundo caso las cosas se salieron de madre y acabaron en el 'eje Bilbao-Barcelona' que denunciara Azaña, no fue por culpa del texto de 1931.

Y es que, lanzarnos ahora a la aventura federal conlleva dos cosas muy importantes y, sobre todo, deja en el aire una interrogante final.

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En primer lugar, habría que hacer una Constitución nueva. No hablo de reformar, ni de retocar esto o aquello. Hablo de empezar de nuevo. El federalismo es algo que tiene que estar tanto en la letra como en el espíritu del texto supremo. No es mera descentralización, ni mero rosario de cesiones de competencias. Y, claro está, en este punto vienen dos preguntas muy inocentes. ¿Existe en la actualidad el amplio consenso que en su día hubo para hacer una Constitución para todos? Creo que no. Y, en segundo lugar, puestos a cambiar, ¿hasta dónde se llegaría? Cuando se trata se empezar de nuevo, no es posible precisar a ciencia cierta el alcance de los límites del cambio. Puede que se llegase mucho más allá de lo ahora pensable.

Y, en segundo lugar, se trataría de, por seguir con el símil, hacer la pirueta al revés. Es decir, la construcción de una organización federal se ha hecho siempre, hasta ahora, de abajo arriba. La estructura federal ha servido para unir Estados ya existentes que, libremente y por las razones que fueren, han cedido partes de su propia soberanía a un ente superior. Y lo no expresamente cedido sigue siendo competencia de las partes y no del Estado central. Norma básica del federalismo en cualquier lugar. Lo contrario es pura descentralización, tenga el nombre que tenga. Confundir las cosas es correr no escaso riesgo. Ya lo señalaba Ortega cuando, durante la Segunda República, se discutía la estructura del Estado a crear: 'El federalismo no supone al Estado, sino que a veces aspira a crear un nuevo Estado con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que se retrograda y camina hacia su dispersión'. ¿Es ahí el triste destino final que queremos para nuestro país? ¡Menudo salto mortal! Porque, ante nosotros, el Estado está ya hecho, con una soberanía en el pueblo español como conjunto y con una 'indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles'. Más explícito, imposible.

Y la interrogante final. ¿Con una fórmula de Estado Federal se solventaría nuestro secular problema regional? Mirando a la realidad, hay que decir de nuevo que no. Por una parte, lo que oímos es la primacía de Cataluña, que, en base a su llamado 'hecho diferencial', se considera ya nación y reclama mucho más. Y, por otra, las cosas están más claras todavía. Lo que se ve en España es el enemigo. Enemigo a combatir y enemigo del que separarse. Suena fuerte, pero así es. Desde Sabino Arana a nuestros días, pasando por José Antonio Aguirre. Ende, tampoco el experimento federal serviría como solución.

El consejo final no puede ser otro. Dejemos en paz al Estado, no experimentemos con cosas serias y ciñámonos al máximo que ha podido conceder la actual Constitución. Que no es poco, ni mucho menos. La unidad de la patria común no permite ningún referéndum para la secesión de sus partes. Guste o no guste, que ése sería otro cantar. O, a mejor decir, otro llorar.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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