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Columna
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La telaraña

Josep Ramoneda

Dicen que no hay que caer nunca en las provocaciones. Y, sin embargo, Pujol ha optado por responder con una impertinencia a la decisión de Aznar de hacer pública su oferta para que CiU entre en el Gobierno. Los ministros catalanes no podrían hablar en nombre de una nación que no es la suya, ha dicho el presidente. Un modo de poner de manifiesto que la propuesta de Aznar viene a enredar una situación ya de por sí complicada. Hay incomodidad en CiU por este ofrecimiento. En una sociedad cada vez más desideologizada, con los nuevos cuadros dirigentes presionando a CiU para que su nacionalismo no derive en provincialismo, no es fácil ni cómodo explicar que se rechaza la posibilidad de tener cuatro ministerios en Madrid. Por de pronto a mucha gente habrá que convencerla de que sin tener ministros se pueden conseguir más cosas que teniéndolos.

Es cierto que lo de Aznar es un farol, que hace la propuesta sabiendo que los nacionalistas no aceptarán. Pujol no va a cambiar al final de su carrera lo que ha sido una de las líneas maestras de su estrategia: presionar a Madrid, buscar el entendimiento con quien gobierna pero sin comprometerse más de la cuenta. En este sentido, el gesto de Aznar puede ser considerado como una deslealtad entre socios. Pero esto es un problema de CiU por no haber sabido marcar las distancias con el PP, en una legislatura en la que éste no ha dejado de acosar. El PP se cree con barra libre y CiU no tiene en estos momentos siquiera la capacidad de darles un susto respondiendo afirmativamente a la propuesta de Aznar.

La intención de Aznar es clara, entramos en periodo electoral y ha querido tomar la iniciativa antes de que Convergencia i Unió empiece a escenificar el ritual del distanciamiento que, como si de la renovación de las promesas del bautismo se tratara, se repite indefectiblemente para reafirmar la fe nacionalista cuando la hora de las urnas se acerca. En otro momento, nacionalistas y populares habrían sido cómplices en esta representación teatral. Pero ahora las cosas están cambiando y el PP cree que el pleno del voto españolista conservador en Cataluña ya lo tiene garantizado sin necesidad de hacer grandes aspavientos anticonvergentes y, en cambio, que esta vez puede morder en los sectores moderados del nacionalismo catalán. Es decir, que hay voto a captar entre los muchos ciudadanos que, por pragmatismo, no entenderán que se rechacen cuatro ministerios en Madrid.

Aznar tiene varios motivos para esta OPA verbal sobre CiU. Alguno personal: lleva tiempo buscando broches de distinción para el final de su trayecto presidencial. En un momento llegó a creer que podría ser el presidente que acabó con ETA. Después ha pensado en Gibraltar, pero da la impresión de que las cosas están menos maduras de lo que aquí se dice. Un triunfo más modesto pero relevante sería conseguir la incorporación de ministros nacionalistas catalanes al Gobierno que podría presentar como la promesa de cierre del Estado de las autonomías, con Euskadi como única anomalía.

Pero más allá de lo personal está lo estratégico, que es más relevante. Aznar quiere conseguir el sueño permanente de la derecha, el que le garantizaría el poder en España por los siglos de los siglos: la alianza estable de todo el centro-derecha, el españolista y el periférico. Con el PNV es, hoy por hoy, del todo imposible, de modo que hay que atrapar a CiU en la telaraña, porque con ella dentro podría ser suficiente para garantizarse una larga permanencia en el poder. Naturalmente, el momento del relevo en CiU parece adecuado para el intento. Pujol desarrolló el principio estratégico de tener manos libres para pactar con cualquier Gobierno español fuera del PP o del PSOE. Y no entraba en sus cálculos casarse con nadie. El entusiasmo que el discurso de modernización liberal genera en algunos de los nuevos cuadros nacionalistas y el estilo más tecnocrático y menos carismático de Mas pueden hacer pensar que sean más susceptibles de caer en la tentación.

Antes de las elecciones vascas, la estrategia de Aznar en Cataluña era clara: apretar las clavijas a Pujol durante toda la legislatura para reducirle el espacio, esperar que ganara Maragall y hacer después una oposición implacable con la esperanza de aprovechar el desconcierto convergente por la derrota para convertirse en primera fuerza del centro-derecha. El resultado de las elecciones vascas le hizo comprender lo duro de roer que es el nacionalismo periférico. Y Aznar cambió la estrategia de la confrontación por la estrategia de la telaraña. Se trataba de ir atrapando a Convergència i Unió en la red popular utilizando el palo y la zanahoria, la presión y el cortejo. Antes de que CiU haga la escapada previa a la próxima cita electoral, Aznar le tiende la última trampa. Y a CiU le toca decir que 'no' a una oferta aparentemente generosa. Un no que la parroquia de fieles aplaudirá pero que todos aquellos que han ido perdiendo la fe, tentados por el canto de las sirenas del economicismo reinante pueden interpretar como una oportunidad desaprovechada.

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La política de Aznar ha seguido siempre el mismo guión: reivindicarse como modernizador para disimular con ello la realidad concreta de sus políticas. Éste es un episodio más de ese estilo, que, en este caso, tiene la virtud de poner sobre la mesa un problema: que CiU no ha tenido nunca un proyecto para España. Y puede dar a Artur Mas la oportunidad de empezar a marcarse alguna diferencia respecto a Pujol. No en vano ha insinuado que en un futuro es perfectamente posible ver ministros nacionalistas catalanes en Madrid. Aunque de momento las condiciones que pudiera poner serían altas: un pacto de Estado sobre el autogobierno que contemple la administración única en Cataluña, una lectura generosa del principio de proximidad, una presencia importante en las relaciones exteriores y una batería de medidas en el terreno de lo simbólico que den expresión plena a la condición de Cataluña como nación. Mas considera que Aznar quiere poner el marco cuando el cuadro aún no está acabado. Si ha leído la ponencia sobre el 'patriotismo constitucional' del PP verá que queda mucho por pintar: en ningún momento se acepta, por ejemplo, que Cataluña sea una nación. Pero abriendo la posibilidad a una futura entrada de nacionalistas catalanes el Gobierno está rompiendo un tabú del pujolismo. Aznar puede pensar que algo ha conseguido. Lo que es seguro es que con su proverbial tenacidad seguirá tejiendo la telaraña.

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