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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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'Burkas' tras los talibanes

A comienzos del verano me encontré con un viejo conocido profundamente disgustado con Naciones Unidas. Creía que había llegado el momento de denunciar a la organización internacional. Le resultaba insufrible que la ONU pusiese ahora el grito en el cielo contra los talibanes por la destrucción de las estatuas de los budas de Bumiyan, cuando antes no había intervenido para impedir la opresión de las mujeres afganas. Yo no le comprendía bien; pensaba que, en uno y otro caso, eran los talibanes quienes debían ser denunciados ante la opinión pública. Me parecía que esforzarse por distinguir el mal mayor entre la destrucción de budas de piedra o la imposición del uso del burka, no pasa de ser un ejercicio de disertación escolástica, un tanto inútil. Ambas cosas me resultan intolerables.

'La clave es muchos libros distintos en vez de un solo 'Libro verdadero'

Lo importante es que entre las dos conductas se puede trazar una misma línea perversa: la que conduce al huevo de la serpiente fundamentalista. También otros, antes que ellos, habían empezado quemando libros y, ante la pasividad de sus civilizados vecinos, terminaron quemando a la gente. Con los aprendices de brujo hay que tener mucho cuidado y pararles los pies en cuanto queman la primera librería. No se si me explico.

Estos días he vuelto a toparme con el susceptible caballero. Ahora muestra su enojo contra Bush y quienes le apoyan en la destrucción de Afganistán. Le duele la insensibilidad de las masas mediáticas europeas ante una guerra que inexorablemente produce la muerte de personas inocentes. Debo ser tan rara como un perro verde, porque tampoco esta vez logro entenderle. ¿No era él mismo quien pedía la intervención en Afganistán de los cascos azules de la ONU? 'Sí, pero no de esta manera. Esas cosas hay que arreglarlas con el diálogo', aduce.

Mi interlocutor me trae el recuerdo de esos tertulianos radiofónicos que parecen indignarse hoy por una cosa y mañana por la contraria, aunque siempre contra los mismos. Me parecen como peces observando el mundo desde la pecera.

El caso es que este régimen talibán ha pasado ya a la historia, tras resistir tres meses escasos al reparto de bombas de novecientos kilos desde diez mil metros de altura y unos cuantos kilos de dólares en mano. ¿Quién hubiera imaginado que los estadounidenses conseguirían en tan breve plazo lo que los rusos no consiguieron en 17 años? Claro que aquí también se luchaba en la televisión, donde un día de septiembre quedaron unidas en nuestras retinas las torres de Nueva York y las polvorientas tierras de Afganistián.

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El futuro, tras la caída de Kandahar, se presenta más difícil para las mujeres afganas que para las estatuas de Buda que hayan podido sobrevivir. Quedan etnias, tribus y señores de la guerra. Quedan costumbres, odio y pobreza. Y, sobre todo, la miseria moral enraizada tras su cultivo esmerado durante generaciones.

Queda el burka y el opio, porque ahora descubrimos que los talibanes no los habían inventado. Cuando los señores de la guerra se apresuran a amarrar sus feudos, pronto volverá a florecer la adormidera. Quizás la desaparición del burka pueda lograrse en Kabul, pero a buen seguro, aún perdurará en la oscuridad de las tierras bárbaras. Algunas cosas de los humanos se mueven más despacio que su historia.

Es la otra historia que transcurre por debajo de la historia. Los pequeños iconos ortodoxos rusos resultaron al fin menos efímeros que la Revolución soviética. El burka sobrevive a los talibanes. ¿A cuántos gobiernos democráticos sobrevivirá la entrañable costumbre de apalear a la propia esposa? Probablemente el burka de las mujeres afganas está confeccionado con ese tejido de infrahistoria que desborda la voluntad de las personas individuales y aun de los poderes públicos. Ese tejido entrelazado de multitud de hilos sutiles que, a veces, se retuercen en la oscuridad telúrica para producir sayones asfixiantes, tras cuyas rejillas deseamos adivinar miradas sabias. Pero ha habido, también, otros tiempos en los que esa otra historia se ha forjado sobre un tejido de cañamazo con los hilos bien separados, abiertos a la luz del conocimiento.

Es la modernidad que en una época llamábamos progreso. A él contribuyó primero la imprenta, luego el cine y, antes de mañana, internet. La clave es muchos libros distintos en vez de un solo Libro verdadero. Muchos caminos en vez de un único camino. Muchos hombres y mujeres nuevos en vez de un modelo de hombre nuevo. Este sentido del progreso nos llena de dudas, nos obliga a apostar y a equivocarnos. En su contra seguirán levantándose fanáticos y aprendices de brujos. Talibanes cada vez más puros y también más duros.

Bien, por ésta vez les hemos vencido. Ahora ¿a qué otros talibanes habremos de enfrentarnos, lehendakari?

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