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Columna
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Intereses y deseos

Afortunadamente para los británicos, el altruismo nunca ha formado parte de la política exterior del Reino Unido. En sus relaciones con el resto del mundo, Londres sigue a rajatabla la filosofía enunciada hace cerca de dos siglos por el entonces titular del Foreign Office, lord Palmerston, en una frase memorable, que debería ser recordada en cualquier negociación con la diplomacia británica: 'Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes. Sólo sus intereses son permanentes'. Conviene no olvidar este principio elemental a la hora de reanudar las negociaciones sobre Gibraltar tras la reunión del 20 de noviembre en Barcelona entre los titulares de Exteriores de los dos países, Jack Straw y Josep Piqué, decidida en una entrevista mantenida por José María Aznar y Tony Blair unos días antes.

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¿Por qué ahora Londres se decide a retomar una negociación que, en justicia histórica, no puede desembocar sino en la retrocesión de la soberanía de Gibraltar a España? La explicación hay que buscarla en la política europea de Blair, sin duda el primer ministro británico más europeísta desde Edward Heath. Como demuestra su último discurso a favor del euro, el actual inquilino de Downing Street ya ha decidido que el Reino Unido no tiene futuro fuera de la Unión Monetaria y pretende, una vez dentro, asegurarle la posición que merece por su historia pasada y su poderío económico y militar presente. Pero para eso necesita aliados con cuya presencia pueda contrarrestar el peso en la Unión del eje París-Bonn, basado, primordialmente, en la consolidación de una paz sólida que evite tragedias pasadas. Y es evidente que para contar con aliados hay que eliminar previamente los contenciosos pendientes.

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Eliminado el escollo del Ulster con Irlanda, que, desde la partición en 1921, envenenó todo contacto entre Londres y Dublin, Gibraltar se interpone en el camino hacia una normalización total de relaciones con España, un goloso candidato para el contrapeso europeo que pretende Londres. Dos países viejos con un paralelismo histórico único, que comparten una tradición imperial ultramarina, una unidad nacional conseguida a través de la confesionalidad del Estado, venturosamente superada en España, y una aceptación del hecho plurinacional dentro de sus respectivas fronteras. Dos países que comparten la misma idea de la construcción europea, explicitada de forma inequívoca por Aznar y Blair en la cumbre de Lisboa. Y, además, una química, como se llama ahora a la convergencia de criterios entre los dos primeros ministros, que no ha impedido a Aznar mantener con toda firmeza la reivindicación permanente y secular española sobre el Peñón. El clima creado en la reunión de Barcelona es nuevo porque, por primera vez en la historia del contencioso, los dos países deciden abordar el problema sin que, como había ocurrido en situaciones anteriores, hayan mediado presiones exteriores, sean éstas de Naciones Unidas, de la OTAN o de la Unión Europea. España debería intentar aprovechar este nuevo deseo negociador sobre Gibraltar, inédito en la larga marcha de desencuentros sobre la Roca, para reiterar por activa y por pasiva su disposición a avenirse a cualquier exigencia económica, política y militar que plantee Londres en defensa de sus intereses y los de la población gibraltareña. A cualquiera, naturalmente, que no afecte a la soberanía sobre 'la ciudad, fortaleza, instalaciones y puerto' de Gibraltar, que es lo único que cede la Corona española a la británica por el artículo X del Tratado de Utrecht.

'Pacta sunt servanda'. Los pactos, mientras estén en vigor, están para ser cumplidos, aunque puedan resultar viejos y obsoletos, como el de Utrecht. Y la realidad es que Londres, aprovechándose de su posición imperial, primero, y su influencia en el mundo, después, lleva 200 años saltándose a la torera lo pactado en la ciudad holandesa. Resulta cansina la enumeración de humillaciones a que ha estado sometida España estos dos siglos. La voladura de fuertes, el avance fuera de los límites de Gibraltar con la excusa de epidemias, la prohibición a España del artillado de la zona del Estrecho, la erección de la verja en 1908, la construcción del aeropuerto en el istmo en 1938 aprovechándose de la guerra civil española, la negación del derecho de pernocta a los españoles en Gibraltar hasta 1982 y la increíble declaración de soberanía británica sobre el istmo en 1964. Sin hablar del contrabando y el blanqueo de dinero.

Pero abramos un paréntesis a la historia y aprovechemos el nuevo clima. Y defendamos nuestros intereses, que nunca pueden estar supeditados a los deseos de la población gibraltareña, como los intereses británicos a largo plazo nunca se supeditaron a los deseos de los cinco millones de habitantes de Hong Kong, que pretendían seguir bajo bandera británica. Esta vez parece que Londres se da cuenta de que la piedra en su zapato es más made in Gibraltar que en Madrid.

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