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Menos mal

Pablo Salvador Coderch

¿Disminuyen la superficie forestal de la tierra y la esperanza de vida de los humanos que la pueblan? ¿Aumentan el cáncer y la pobreza? ¿Se agotarán los combustibles fósiles en los próximos 10, 20 o 100 años? En el que ya es el libro más provocador de la temporada, Bjørn Lomborg, profesor de estadística de la universidad danesa de Aarhus, responde con un no rotundo a las preguntas anteriores y a otras muchas que dibujan el mapa oficial del miedo al cataclismo ecológico (The skeptical environmentalist -El ecologista escéptico-, Cambridge University Press, 2001). Como las religiones, el miedo está socialmente construido y Lomborg sostiene la conveniencia de someter el fundamento de nuestros temores a un buen baño de ácido estadístico, algo poco común en nuestra cultura, pues negar en estos pagos que estamos llevando a la tierra al borde del desastre es punto menos que sacrílego.

Libro provocador sobre el futuro del mundo. Lo ha escrito un profesor danés que no cree en los cataclismos anunciados

El libro es un alegato feroz en contra de lo que el autor llama 'La Letanía', la esperable retahíla de augurios funestos sobre la muerte de los bosques, la explosión demográfica, el agotamiento de los recursos, la apoteosis de la pobreza, el retorno de los flagelos, el envenenamiento del agua, la extinción de las especies y el recalentamiento del planeta: nada de eso es cierto, escribe Lomborg, pues casi ningún indicador fiable del estado del mundo -con la excepción notable de los relativos a progresivo incremento de las temperaturas- ofrece hoy datos más preocupantes que hace 30 años o que un siglo atrás. Estamos mejor o menos mal que antes en casi todo, y negarlo es mala fe o miseria estadística: la FAO o la ONU dan cifras de superficie forestada asombrosamente estables, con sólo ligeros aumentos o pequeñas disminuciones globales en el último medio siglo. En 1900, la esperanza de vida de un humano era de 30 años; en 1998, de 67. El ritmo anual de incremento de la población mundial alcanzó un máximo del 2,17% en 1964, pero ha ido cayendo desde entonces y en el año 2000 ha sido del 1,26%. Ciertamente, hay profundas desigualdades regionales, algunas comunidades africanas parecen haber sido entregadas al diablo y la epidemia de VIH (sida) es uno de los peores flagelos que azotan media África, mas, a menudo, sus causas hay que buscarlas antes en fracasos políticos internos que en invasiones extrañas -¿por qué, si no, la política antisida de Uganda es un éxito, pero la de Suráfrica un fracaso?

Algo parecido sucede con la malaria, que mata 2.800 niños africanos cada día y casi tres millones de personas al año en un mundo que cuenta hoy casi 500 millones de casos. Solamente en el África subsahariana, la malaria destruye más años de vida que todos los cánceres en todos los países desarrollados juntos. Pero no acertamos a ponernos de acuerdo en que la eliminación de la malaria es una prioridad básica aunque requiera ser tratada con pesticidas detestados por los recitadores de La Letanía. Hablando de insecticidas, Lomborg, partidario acérrimo de la Revolución Verde y de su inspirador, el denostado premio nobel de la paz Norman Borlaug, sostiene impertérrito que la actitud de muchos críticos está más cerca de la histeria colectiva que de la realidad empírica: a las dosis a las que estamos habitualmente expuestos, el café resulta más carcinógeno que los insecticidas. Siempre perverso, Lomborg se recrea en miles de datos por el estilo: cuando en 1989, el petrolero Exxon Valdez encalló en las costas de Alaska, 250.000 aves perecieron, pero los gatos británicos matan un número equivalente cada dos días. El mundo no se acaba porque el ingenio humano no conoce límites: Lomborg recuerda el reto genial del economista Julian Simon (1932-1998), quien en 1980 se apostó 10.000 dólares por cada materia prima, cuyo precio, a 10 años vista, fuera al alza y no a la baja. Media Universidad de Stanford entró al trapo y, pese a que los contrincantes podían escoger la materia prima que quisieran, en septiembre de 1990 todos se dieron por vencidos. Simon había ganado.

Y así, una tras otra, las más de 300 páginas y las casi 3.000 notas del libro -¡2.930!- defienden sin descanso que los viejos profetas del futuro son impostores intelectuales, agoreros depresivos o interesados de un fin del mundo que no llega.

Pero ¿tiene razón Lomborg? En parte, sí: la tiene desde luego cuando expone crudamente la miseria estadística de los buscadores profesionales de primeras páginas estremecedoras o cuando ataca las adicciones posmodernas a contar historias terribles basadas en anécdotas y a despreciar la aburrida tarea de la contrastación empírica. La realidad, viene a decir Lomborg, es muy tozuda. También es pura sensatez poner el énfasis en que la pobreza antes que el medio ambiente es el problema esencial de nuestro mundo.

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Sin embargo, Lomborg no acierta a ver que, en las guerras culturales de nuestro tiempo, están en juego estilos de vida alternativos, probablemente realizables casi todos ellos sin aniquilación del cosmos, pero con diferencias abismales entre unos y otros. Pocos dudan seriamente de que el ingenio humano puede construir habitaciones muy distintas para este mundo, pero casi todos creemos que unas son más deseables que otras. Una legión de críticos caerá sobre este libro desmesurado, pero nadie osará negar que el debate era oportuno o que la discusión suele ser buena para el desarrollo del conocimiento. Menos mal.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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