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Columna
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Antigüedad

El clave es un instrumento más delicado e indefenso que su hermano mayor, el piano. Siempre que uno quiere pensar en él se acuerda de esos muebles de trazos distinguidos estilo Imperio, con dos teclados y un taburete, que en las casas museos de Austria y Alemania se exhiben a la indiferencia de los turistas. Como su sonido, el clave es un aparato frágil, tímido, que prefiere la intimidad de los gabinetes al populismo de los grandes teatros. Por eso al oírlo sentimos que su voz es más próxima, que llega a nuestro corazón aprovechando atajos que el piano o la orquesta no tienen más remedio que rodear. Cuando las Variaciones Goldberg pasan del clave al piano, dice Gustav Leonhardt, dejan en el tránsito su magia, como la fotocopia erradica el encanto de los colores de la imagen original. El pequeño milagro de la música, parecido al vuelo de las libélulas, pierde su ligereza y se convierte en un pesado aleteo de moscardón. Oigo a Leonhardt desgranar en su instrumento alguna de las partitas de Bach y la melodía germina tan espontáneamente del silencio como el susurro de un torrente, como los balbuceos del viento al agitar las ramas. Al final de cada movimiento, el intérprete está obligado a dejar las manos sobre el teclado hasta que el sonido se haya apagado del todo; después, los dedos vuelven a alzarse y se percibe un chasquido, un suspiro que el piano está imposibilitado para emitir, el que producen los martillos al desprenderse de las cuerdas y marca el fin de la música para devolverla al largo invierno del silencio. Oigo en mi reproductor ese repetido prodigio y pienso que a la vez, en este mismo instante, Leonhardt está desembarcando en Granada y va a ofrecer un concierto de clave u órgano al que no puedo asistir. Es 30 de octubre, otras obligaciones más poderosas y estériles me reclaman.

Puede parecer paradójico que una música como la que Leonhardt ofrece, con más de doscientos años de antigüedad, llene hoy más salas de conciertos o resulte menos distante a los melómanos que la que se compuso en el siglo previo o en el inmediatamente anterior. Quizá la gente esté un poco cansada del exhibicionismo de los grandes teatros, de las estrellas a las que la voz les surge del hueco del bolsillo, y quizá la intimidad y la sencillez de los instrumentos antiguos, libres de prosapias, le resulten más sinceras. Por un efecto de contrapeso, de esos que tanto gustan a la historia de la cultura, la música antigua se ha convertido hoy en la cúspide de lo moderno, saca cuerpos y cuerpos a la música romántica y se considera de obligada apreciación en toda persona sensible, culta o a la última. La antigüedad es siempre tan moderna: es tan sólo el olvido precedente lo que nos convierte en vanguardistas del pasado. En el delicioso libro que acabo de leer, Venecias, el esteta reaccionario Paul Morand se pasea por la ciudad de los canales y despotrica de los hippies que le estorban las bellezas de Palladio y Sansovino. Qué cosa tan conservadora y atrasada es la modernidad, reflexiona con escepticismo: aquellos jóvenes de pelo largo querían reivindicar la novedad de un aspecto que el hombre había dado por obsoleto cinco mil años atrás.

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