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Euskadi, en dirección única

Ya se ha celebrado el debate sobre el autogobierno. Como se celebró el debate sobre pacificación. Y se ha firmado el documento institucional sobre la paz. Se están cubriendo los tiempos, el calendario anunciado por el lehendakari. Pero nada más. Todo sigue igual. Cada uno en su sitio.

La sociedad vasca es como es. En dos elecciones autonómicas, ambas con un fuerte carácter plebiscitario, ha vuelto a decir que está compuesta por formas distintas de definirse a sí misma. Y la política sigue como si nada. Estamos en la apuesta por ganar: los nacionalistas lo hicieron en Estella/Lizarra; los no nacionalistas, en la campaña previa a las últimas elecciones autonómicas. Y quienes gobiernan, el nacionalismo, no ha aprendido, aunque tampoco parece que especialmente el Partido Popular haya aprendido mucho.

Es curioso observar cómo, a pesar de todas las afirmaciones de boca acerca de la pluralidad de la sociedad vasca, los términos que niegan esa pluralidad -distintas variantes del término uno- y sus sinónimos aparecen una y otra vez. El planteamiento del lehendakari Ibarretxe es un planteamiento de dirección única. Es preciso un acuerdo de Estado para superar el Estatuto de Gernika. Ni siquiera para quedarse con él al completo. Ni siquiera para revisarlo teniendo en cuenta que la concepción de la Administración pública, de los servicios públicos, de la función del Estado, central y autonomías, ha cambiado profundamente. No: el diálogo que debe producirse, el acuerdo que se busca, el nuevo consenso que se exige es el que se encuentra en una única dirección, en la dirección que quieren los nacionalistas.

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Es también curioso observar la atmósfera mediática que se crea en torno a estos debates: la expectativa que aparece reflejada es aquella que mira a ver si los socialistas vascos se mueven, por sí mismos u obligados por Madrid, a ver si Elorza y Maragall consiguen que sus ideas sean abrazadas por el socialismo en su conjunto, y en especial por el vasco, queriendo ver en lo que plantean ambos mucho más de lo que realmente existe. Y una vez que cedan los socialistas, los populares estarán mucho más presionados para moverse también. Ésa es la expectativa.

Si el diálogo sólo se plantea en una dirección, la concepción del cambio predicado también es unidireccional. El nacionalismo afirma que todo es cambiable: la Constitución, el Estatuto, el Estado español, sus estructuras. Todo menos el nacionalismo mismo, sus fines, sus creencias, sus estrategias a largo plazo. Esto segundo está inmunizado, a salvo de cualquier cambio. Parafraseando aquello de que inventen los demás, el nacionalismo dice que cambien los demás.

En todos estos debates llevados a cabo bajo el epígrafe del diálogo y acompañados, de forma no casual supongo, por la conferencia de paz de Elkarri, sólo una parte tiene que dar algo, aquellos que entienden que la forma institucional que corresponde a una sociedad plural en la comprensión de sí misma debe ser una forma institucional abierta, de pacto interno, no cerrada sobre sí misma.

Nunca, sin embargo, se ha oído decir al mundo nacionalista lo que ellos están dispuestos a dar en la definición institucional de Euskadi, qué garantías institucionales plantean para que aquellos que quieren seguir perteneciendo a varios ámbitos de decisión -vasco, español, europeo- lo puedan seguir haciendo. Y es que el diálogo ofrecido y exigido se plantea como la disposición a esperar hasta que el que no piensa como yo termine por asentir a lo que yo planteo, por aburrimiento o por lo que sea.

Si el diálogo que se plantea es unidireccional, si el cambio que se propone es también unidimensional, si son los no nacionalistas los que tienen que moverse -porque condenar claramente la violencia y romper acuerdos con quienes no lo hacen no es cambiar, es reafirmarse en el mínimo exigido por la vida democrática-, es, en definitiva, porque se quiere una sociedad vasca homogénea, unida en torno a un sentimiento nacionalista compartido, porque se sigue viendo a la nación como algo étnico, sólo comprensible desde un sentimiento de pertenencia a un yo colectivo homogéneo, y porque se sigue viendo la pluralidad de la sociedad como problema, no como oportunidad y como valor positivo, porque se sigue entendiendo que la identidad debe ser monista, una, única, homogénea. Por eso las afirmaciones de asumir la pluralidad de la sociedad vasca no pasan de ser confesiones de boca.

Y en este contexto es en el que se usa el término autogobierno, como si fuera un valor invariable, incontestable, a asumir de forma acrítica, sin análisis de ninguna clase. El autogobierno es bueno. No hace falta argumentarlo: siempre es mejor para los ciudadanos. Cuanto mayor autogobierno, mejor.

Dejando de lado el problema, que no es ninguna minucia, de cuál es la dimensión territorial adecuada del autogobierno, a no ser que se haya producido de antemano la homogeneización del sujeto y del territorio al que se le debe aplicar el autogobierno, es conveniente, sin embargo, recordar que el autogobierno puede ser y es un principio positivo y muy importante desde la perspectiva liberal de la división de los poderes, que también afecta, como dice Alexander von Hayek, al aspecto geográfico y territorial.

Pero siempre debe ir unido a la pregunta de si favorece, cuándo y cómo a la libertad de los individuos. Y en la relación entre autogobierno y libertad se encuentra la limitación de la bondad del autogobierno. Porque otro importante principio liberal dice que el poder debe estar dividido, que, dicho de forma simple, uno es más libre cuantos más señores tenga, cuando lo que le afecta está repartido en más de un ámbito de decisión. Y probablemente son cada vez más las decisiones que se escapan a la exclusividad de la competencia única, por la complejidad de las cuestiones y porque todas ellas afectan cada vez más a la libertad de cada ciudadano.

Sé perfectamente que estas cuestiones no se plantean en el debate sobre el autogobierno porque éste no es entendido ni planteado en el contexto de la libertad personal, sino en el contexto de lo que significa para la constitución del sujeto colectivo homogéneo, de lo que Rousseau denominaba la voluntad general, que no es lo que quiere la mayoría, razón por la que muchos autores

han visto en ella la fuente de la dictadura.

Nunca se ha tratado de un debate sobre el autogobierno. Nunca se ha planteado un verdadero diálogo en el que todos se comprometen a dar y recibir. Nunca se ha planteado de verdad un debate de pacificación, tomando plena conciencia y extrayendo las consecuencias del significado político de las víctimas y de su ser víctimas: haber sido asesinados por su forma de ver, sentir e imaginarse Euskadi.

La unidireccionalidad de todos los debates que ha planteado el lehendakari, y que hace que sean debates que no conducen a ninguna parte, porque están predeterminados en su propio planteamiento, es reflejo de la gran asimetría, terrible y trágica asimetría, que atraviesa a la sociedad vasca: los que hablan de paz y diálogo son, básicamente, los nacionalistas. Los otros, por el contrario, son los que temen por su vida, por sus bienes, por su libertad.

Mientras el nacionalismo no efectúe una reflexión sobre el significado político, no ético, moral, de buena voluntad o de cercanía personal, hablar de diálogo, paz, autogobierno y cosas parecidas no tiene ningún sentido. Y repito: se trata de comprender el significado político de las víctimas, de su ser víctima. Se trata de no escamotear la realidad política de haber sido asesinadas por pensar, sentir e imaginarse Euskadi de una forma determinada. Mientras no exista esta reflexión, todos los demás debates sobran, porque están viciados de raíz.

Joseba Arregi fue consejero de Cultura del Gobierno vasco y parlamentario por el PNV.

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