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Columna
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Ayer mismo, hace mucho tiempo

Antonio Muñoz Molina

En el andén del metro, nada más salir del vagón, ya se nota el olor, muy intenso, muy definido, un olor a ceniza fría y mojada que está en todas partes, que provoca enseguida un picor en la garganta, que no se amortigua al salir al aire libre, a la noche plácida de octubre. El olor a ceniza mojada, el humo invisible que aún dura en el aire, provoca un vago dolor de cabeza, un mareo que no lo abandona a uno ni cuando se ha marchado de la zona del desastre. El olor impregna luego la ropa, y uno lo percibe en ella a la mañana siguiente, como después de una noche en la que se estuvo en un lugar cerrado y lleno de humo.

He salido del metro en la estación de Canal Street, justo dos paradas antes de lo que fue el World Trade Center: es muy raro recordar que hace tiempo, en otro tiempo, unos días tan sólo antes del ataque, subí de los andenes hasta los grandes vestíbulos que había en los sótanos de la Torre Sur, llenos de gente, de tiendas, de ráfagas de música y olores de comida rápida.

Sólo aquí puede intuirse de verdad la magnitud de lo que ha ocurrido
Nueva York sigue oliendo a ceniza mojada y todo tiene aún un aire de provisionalidad
La palabra muertos sigue sin decirse, y a los que no volverán aún se les llama desaparecidos

Ahora ese mismo lugar, según las pocas fotos que se han publicado, es una Pompeya de cenizas, un subsuelo de sepulturas lóbregas por el que se mueven los focos de las linternas y en el que hombres con máscaras respiratorias cavan entre los escombros hallando restos de vidas que tan sólo en un mes se han vuelto tan remotas como las reliquias de las tumbas egipcias: una tienda de relojes en la que todos los relojes están cubiertos de polvo, un puesto de perritos calientes que ya pertenece a la arqueología de una época perdida. Incluso ha habido noticias sobre saqueadores de tumbas, aunque un velo de discreción o de pudor oculta los detalles más siniestros de lo que sin duda se estará encontrando. Un mes más tarde, la palabra muertos sigue sin decirse, y a los que no volverán aún se les llama desaparecidos.

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Tribeca es un barrio en penumbra la noche del 11 de octubre. Del lugar donde estuvieron las torres asciende un resplandor vertical que es como un monumento involuntario y quimérico a su ausencia, como un fantasma luminoso de las Torres Gemelas proyectado en la negrura del cielo, sobre los bloques abstractos de los edificios que ahora han recobrado su tamaño verdadero al no medirse con ellas.

A la salida del metro, junto a la acera, hay aparcados tres remolques inmensos de la policía, generadores que vibran y hacen temblar el suelo bajo las pisadas. En el centro de la calzada, una alta chimenea de plástico blanco y amarillo emite una columna densa de vapor. Todo tiene todavía un aire de provisionalidad, de emergencia y alarma. En el costado de los generadores han clavado anchos telones de papel, y sobre ellos la gente ha ido dejando mensajes en pequeñas tarjetas adhesivas, o pegando fotos de los muertos, de los desaparecidos, y la acera sigue estando llena de velas diminutas, de ramos de flores, de mensajes. Alguien ha copiado a mano un fragmento de los más sombríos de La tierra baldía, que, leído aquí, cobra una calidad de augurio.

Hay dibujos infantiles, oraciones, peticiones de auxilio, banderas dibujadas con tizas de colores. El tono de los mensajes suele ser religioso y patriótico, pero casi nunca belicista: más de luto o de estupor sin alivio que de rabia. Hay una estampa de san Antonio de Padua, y junto a ella, un tiesto de flores de plástico. Hay una lámina recortada de una revista con una foto en color de la Virgen de la Macarena.

En la acera de West Broadway hay cafés a media luz y gente joven cenando en las terrazas. Todo es igual que siempre, pero un poco amortiguado: las voces menos altas, los restaurantes menos llenos, las luces más amortiguadas. Pero en Odeón, que es una cafetería espléndida, de una modernidad intacta de los años cuarenta o cincuenta, con platos simples y sabrosos, con un público moderno de marcha nocturna, todas las mesas están ocupadas y hay gente que espera arremolinada en la puerta, y el volumen de la música es tan alto que cuando se vuelve a salir a la calle impresiona más la amplitud del silencio. Todo es como cualquier noche, con una agitación anticipada de fin de semana, pero un poco más abajo hay una barrera de la policía, y más allá la calle está desierta y muy oscura, y sólo circulan por ella las personas autorizadas, los residentes que han mostrado una identificación a los policías, una prueba de que viven al otro lado de esa frontera.

En la calle Chambers, de pronto, las barreras policiales marcan esos límites que sólo hay en las ciudades en guerra, los corredores de tierra de nadie que separan dos mundos hasta ayer mismo idénticos. Hay remolques con cabinas de teléfonos portátiles, hay grandes camiones que aguardan con los motores encendidos. A la vuelta de una esquina ya no se ve a nadie, y las pocas tiendas o restaurantes de comida rápida que siguen abiertos están vacíos, iluminados por una claridad fluorescente que exagera su desolación.

En cada bocacalle, las barreras con luces rojas intermitentes y los policías que las guardan marcan el trazado arbitrario de la línea fronteriza. Por Broadway, sin embargo, es posible seguir acercándose al gran resplandor, al corazón del territorio prohibido. Esa zona, de noche, es habitualmente muy desolada: muy poca gente camina por las aceras, que están llenas de bolsas de basura, de montañas de cartones de las tiendas próximas.

Sobre los árboles del City Hall Park se elevan los enfáticos torreones iluminados del Ayuntamiento. Ahora, además de las patrullas de la policía, se ven grupos de soldados, sin armas. Hay otra barrera, pero me acerco a ella y nadie se fija en mí, de modo que puedo seguir acercándome. El olor a ceniza mojada casi da náuseas. Como no hay tráfico, se oye con más claridad la trepidación de las excavadoras y las grúas, de los motores de los remolques en los que se depositan los escombros.

Y ahora, al otro lado de la acera, a menos de 200 metros, puedo ver de verdad las ruinas, el espacio deslumbrado por los reflectores, las grúas altísimas que se cruzan en el aire y los bulldozers gigantescos que avanzan sobre las laderas de desechos, el humo que sube de la tierra quemada, que sigue subiendo un mes después, infectando el aire, impregnando la ropa de olor a ceniza. En cada esquina hay pequeños altares, paredes llenas de fotos, de dibujos, de recuerdos, velas, flores mustias, flores de plástico.

A este lado de la barrera que vigilan los soldados, gente que habla en idiomas diversos toma fotografías, maneja cámaras de vídeo. Lo que fue la Torre Sur es una alta ruina calcinada, con una vaga forma gótica en los arcos, una parrilla metálica golpeada y torcida, clavada verticalmente en un cerro de escombros. Junto a ella, lo que queda de otro edificio, es un bloque de siete u ocho pisos de chatarra prensada: afinando la vista se ven las figuras diminutas de los trabajadores, moviéndose con premura de insectos en medio de la claridad candente de los focos. Sólo aquí puede intuirse de verdad, aunque sólo en parte, la magnitud de lo que ha ocurrido, lo que parece que ocurrió ayer mismo y también hace mucho tiempo.

El miedo, la incertidumbre, el dolor por los muertos, la rabia atónita ante tanta crueldad, tienen aquí la consistencia física, la toxicidad insidiosa del olor a ceniza, del humo invisible que estamos respirando.

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