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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra larga e incierta

Con el comienzo de los ataques contra Afganistán, blanco inicial de la ofensiva contra el terrorismo de raíz islámica, EE UU y sus aliados más directos penetran en territorio virgen. Se abre un periodo largo e incierto por la naturaleza misma del combate, contra un enemigo difuso y disperso, por la escala de sus dimensiones y por sus implicaciones. En su vertiente extrema, los bombardeos contra el régimen talibán y la red de Osama Bin Laden -Bush no descarta acciones en otros países- pueden tener como secuela no querida un recrudecimiento de los atentados fundamentalistas y la desestabilización de gobiernos ya frágiles. Pakistán es un caso crucial, donde es más explícita la reacción antiestadounidense y donde el apoyo al extremismo, orquestado por partidos radicales, funciona más a flor de piel.

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Nadie podrá acusar a Bush de precipitarse tras los sucesos del 11 de septiembre. Durante casi cuatro semanas su Gobierno ha puesto a punto el necesario tinglado exterior e interior del contraataque. Pero con el comienzo de la guerra de verdad, la que acarrea destrucción y pérdidas de vidas humanas, también propias, Washington va a afrontar otro reto de relevancia similar: mantener unida una alianza que cuenta con miembros incondicionales y otros que han sido reclutados trabajosamente, con promesas de mayor bienestar, perdón de deudas o una relación más amistosa con EE UU. Así sucede con varios Gobiernos de Oriente Próximo y Asia Central. Incluso en el campo occidental hay una enorme diferencia entre Londres, único socio fiable para el primer ataque, y otros miembros de la OTAN y la Unión Europea, cuyo papel por el momento es más testimonial que otra cosa.

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Los más sensibles a las proclamas del fundamentalismo islámico son precisamente los vecinos de Afganistán y algunos países árabes del entorno. En su arenga grabada antes del ataque, con la esperanza de movilizar al islamismo radical, Bin Laden presentaba el conflicto como una guerra entre creyentes e infieles, y lo vinculaba a los conflictos que más emoción despiertan entre los musulmanes: Palestina, el sufrimiento iraquí por las sanciones o la presencia de tropas estadounidenses en suelo saudí. El simplismo de su argumentación no le resta eco en un universo que se considera preterido y cuya idea de la modernidad difiere abismalmente de la occidental. Y de ese mundo forman parte países tan dispares como Arabia Saudí o Pakistán, Uzbekistán o Egipto, todos vitales ahora para EE UU.

El combate de Washington y sus aliados contra el terrorismo islámico tiene otros ámbitos tan decisivos como el de los misiles inteligentes, los bombardeos o la eventual captura de Bin Laden y sus secuaces. EE UU no va a ganar la batalla de la propaganda en el corazón de los musulmanes, pero debe hacer lo imposible por mostrar que su actuación es justa. Ello exige flexibilidad para no poner en peligro la estabilidad de aliados de circunstancias o sublevar a sus ciudadanos mediante el triunfalismo o el uso excesivo de su poder. El núcleo del terrorismo islámico es reducido, pero Washington cometería un grave error minimizando la aversión que producen muchas de sus políticas y la manifiesta simpatía que, por irracional que parezca, suscitan en una parte del complejo mundo árabe y musulmán los autores de las matanzas del 11 de septiembre. La coalición contra el terror, en este sentido, debería ser también el comienzo de un proceso para repensar un nuevo orden internacional que conceda mayor protagonismo a países que estando en contra de las acciones terroristas pueden ver en ellas una cierta reivindicación de sí mismos.

Ningun riesgo sería mayor que el de ampliar esa cuota de indulgencia hacia los asesinos con acciones indiscriminadas o desproporcionadas. Los ataques en gran escala deberían dejar cuanto antes paso a la intervención de fuerzas especiales, con blancos muy concretos, y a primar el espionaje o la infiltración, procedimientos que parecían olvidados y que suelen ser más eficaces para evitar que un conflicto alcance dimensiones incontrolables.

El otro frente decisivo, además del diplomático y el militar, es el humanitario. La guerra que comienza no es contra una religión o una cultura, sino contra una red de fanáticos convenientemente financiados y protegidos. Es imperativo que Occidente haga buena esta idea, cuyo corolario inmediato son acciones claras -comida, refugio, asistencia- en beneficio de la gran mayoría de los afganos. Eliminar un régimen tan oscurantista e inicuo como el talibán o llevar ante la justicia a Bin Laden y a sus sicarios son objetivos que comparten hoy decenas de naciones, probablemente muchos afganos. El precio no puede ser un nuevo sacrificio masivo de un pueblo largamente humillado.

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