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Columna
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Dos parejas

Cada historia empieza como si el final feliz estuviera garantizado, y parece que el destino les reservara convertirse en la pareja de ensueño de su generación, pero basta con atender sus horas últimas para constatar que el cuento de hadas había adquirido un tinte infernal. Ellos cumplieron con afán el oficio de morir buscando desgarradamente en el fondo de los vasos el bálsamo que disminuyera su angustia, como si siempre se viviera un domingo loco y el objetivo fuera coleccionar días sin huella: el poeta que fue considerado el 'segundo Pushkin' se suicidó colgándose de la ventana en una habitación del hotel Anglaterre, en Leningrado, y el novelista de éxito que había seducido a sus contemporáneos, malviviendo como un guionista de tercera fila en Hollywood, prematuramente acabado, no pudo superar su última crisis cardiaca. Ellas, en cambio, no pudieron impedir los caprichos fatales del azar: la bailarina que revolucionó la danza y que no aceptaba envejecer murió desnucada, en Niza, al enredarse su chal con los radios traseros de una rueda del Bugatti que conducía un joven italiano, su última presa, y la protagonista de los hermosos sueños de la era del jazz, la que fue el modelo apenas disimulado de aquellas muchachas liberadas que revolucionaron la vida americana de los años veinte con sus osadas relaciones sentimentales, las flapper, no pudo escapar del incendio que rápidamente se extendió hasta los dormitorios de las pacientes de la clínica psiquiátrica de Ashville donde estaba internada. Las dos parejas habían vivido con un ánimo maravillado la intensa experiencia de encontrarse en el momento preciso en el lugar adecuado, de ver que su mundo real era el imaginado en su adolescencia como una quimera absolutamente ideal. Pero después de unos años de triunfos y excesos, el talento y los proyectos geniales, el éxito y el lujo, todo se había desgastado y se había trocado en herrumbre y ruina y desequilibrio físico y moral: habitaron con estrépito en el territorio de la fama, se acostumbraron fácilmente a la irrealidad surgida de la mezcla explosiva del aplauso y las botellas de champaña, pero no supieron vencer el aburrimiento y la monotonía de los años ni los inconvenientes que trae consigo la edad adulta.

La rutina, el alcoholismo, los celos, la insatisfacción y los problemas económicos minaron la existencia de esos cuatro personajes hermosos y malditos, de estas dos parejas cuyos avatares hacia la destrucción pueden ahora seguirse gracias a las dos biografías que Muchnik Editores ha hecho felizmente coincidir en el mercado, y que deben leerse como dos viajes tenebrosos al otro lado del paraíso: Carola Stern ha investigado la breve vida infeliz de la relación amorosa que mantuvieron Isadora Duncan y Serguéi Yesenin sobre el fondo falazmente entusiasta de la Revolución Soviética, y Kyra Stromberg ha inspeccionado las esperanzas y las contradicciones de la larga historia sentimental que, en una lucha sin fin, unió tercamente a Zelda Sayre y a Francis Scott Fitzgerald. No hay constancia de que se conocieran entre sí, aunque es posible especular si en la gira que la Duncan y Yesenin realizaron por Estados Unidos en 1920, bajo el imperio de la ley seca, coincidieron bebiendo alcohol adulterado en cualquier club nocturno ilegal. Y acaso no fuera ilícito suponer que, cuando Zelda pretendió dejar de ser la sombra de su marido y quiso recuperar su pasión adolescente por la danza, su profesora, una reconocida maestra del Ballet Diaghilev, debió de referirse en más de una ocasión a las lecciones memorables implantadas por Isadora Duncan en su periodo de esplendor profesional. En todo caso, más difícil es creer que Scott Fitzgerald estuviera familiarizado con los versos de Yesenin, y éste, por otro lado, desconocía cualquier idioma que no fuera el ruso. Sí hay, en cambio, más allá de los dolores físicos de cada despertar y de las resacas morales, de los espectaculares escándalos orquestados por el alcohol, aspectos vitales que compartieron ambas parejas, cada uno de sus miembros atado sin remedio a la maldicióngloriosa y solemne de su destino artístico: sucumbieron a la furia de un amor a primera vista e hipnotizaron la opinión pública. Zelda y Francis Scott Fitzgerald encarnaron el sueño americano de riqueza y libertad, sin barruntar siquiera que algún día Wall Street podría derrumbarse, e Isadora Duncan y Seguéi Yesenin quisieron representar el sueño comunista de libertad y cultura, incapaces de intuir el entramado de terror y mentira que se estaba fraguando en el Kremlin. Se sumergieron con avidez en una bohemia contrapuesta a la de la pléyade de bohemios desquiciados y raídos que sobrevivían inciertamente en buhardillas ajadas, huyeron inútilmente de los agujeros negros de sus caracteres recalando en las estaciones veraniegas de moda o hundiéndose vertiginosamente en el ritmo torrencial de las grandes capitales europeas, y derrocharon lo mejor de sí mismos hasta que se encontraron, de súbito, con la sola posesión de sus despojos.

Contra su destino, estas dos parejas no vivieron el cuento de hadas al cual estaban predestinados ni conocieron ningún final feliz. Quien escribió los versos fue Yesenin, de retorno de uno de sus viajes verticales al delírium trémens, pero no es difícil imaginar que resonaran detrás de los pasos de baile de una patética Isadora Duncan alejada ya de la gracilidad de su juventud, que golpearan a Scott Fitzgerald cuando, acuciado por las deudas, escribía frenéticamente cuentos para hacer frente a los gastos de la educación de su hija y de los médicos de su mujer, que atravesaran el rostro congelado como una máscara de Zelda tras sus primeras crisis nerviosas y varias estancias en clínicas psiquiátricas: 'Amigo mío, amigo mío,/ me siento muy, muy enfermo./ Ni yo mismo sé de dónde surge este dolor./ O es el viento que silba/ sobre el campo vacío y despoblado/ o el alcohol me deshoja el cerebro/ como septiembre las arboledas'.

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