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HORAS GANADAS
Columna
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El alma en la Bolsa

Rafael Argullol

Tengo el convencimiento de que la maravillosa capacidad de Shakespeare para crear metáforas en su teatro y en su poesía se apoyaba en la creencia de que una gran cadena -Gran Cadena del Ser ha sido llamada- unía todos los planos de la vida, desde las esferas macrocósmicas hasta las intimidades microcósmicas. El hombre era el eslabón central de esta cadena, pero su conducta dependía de las influencias externas al tiempo que sus acciones y pasiones repercutían en todos los mundos no humanos. Los grandes héroes de Shakespeare, Hamlet, el rey Lear, Julio César -los demás, asimismo- no se comprenden sin esta intrincada telaraña en la que transcurren sus pasos.

No era, desde luego, una idea nueva. Traspasaba todo el Renacimiento y se anclaba en la Antigüedad, tanto griega como romana. El más prodigioso poema filosófico de la época antigua, La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, fue una acabada muestra de las sutiles relaciones que según el autor enlazaban todas las cosas, y aún hoy el lector puede leer, entre sorprendido y admirado, una obra que quería abrazar todos los rincones del universo, incluido, claro está, el hombre.

Sin embargo, tras la de Shakespeare, la época moderna rompió cada vez con mayor claridad con esta idea. Ahora podemos continuar emocionándonos con las imágenes shakesperianas del alma humana sometida a las 'pasiones' de las estrellas y de los átomos pero no aceptaríamos fácilmente, y con razón, que un poeta actual utilizara conexiones anacrónicas. Aunque, al mismo tiempo, nuestra consideración de que lo que rodea al hombre es -como decimos incluso en el lenguaje coloquial- naturaleza inanimada nos ha conducido con frecuencia a excesos cada vez más insoportables.

El abuso de la 'centralidad del hombre' ha excitado a la indiferencia respecto a los otros mundos, al desprecio absoluto por el sufrimiento de los animales y a lo que en la actualidad denominamos desastres ecológicos. El humanismo -o más bien: un pésimo humanismo- llevado al extremo ha presupuesto un monopolio del hombre sobre la vida. En todos los mitos modernos la emancipación era el reinado absoluto del hombre: el hombre nuevo, el hombre libre, el hombre rey. Él poseía todo el ánima, él gozaba y sufría con exclusividad. Lo demás era, con radicalidad etimológica, inanimado.

Quizá hasta hace relativamente poco jirones de una fe antigua hacían que también lo divino 'sufriera o se alegrara' con y por nosotros. Así se oraba a Dios o a Cristo, a los santos y a las vírgenes. Se daba por sentado que eran interlocutores con obvios rasgos antropomórficos, pues se creía que nos entendían y compadecían. No obstante, fuera de la fe antigua, no se divisaban más almas que dialogaran y compitieran con la nuestra, a no ser que cada uno las inventara en su secreto individual. Ninguna ánima transhumana velaba por nosotros a excepción de los Estados-Centinelas de los trágicos experimentos totalitarios del siglo XX.

Pero en las últimas décadas esto ha cambiado, sobre todo desde que el modelo económico capitalista se ha impuesto de un modo tan abrumador como 'único modelo posible' que ya nadie cita, diferenciadoramente, el término capitalismo. Hay varios índices para medir esta usurpación del horizonte humano, aunque ninguna tan evidente como la antropomorfización del mercado. Es nuestro único gran interlocutor y le hemos concedido el ánima que negamos al resto de nuestros entornos.

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Sólo hace falta leer los periódicos o escuchar la televisión para comprobar que, de un tiempo a esta parte, el mercado nos salva y nos condena, se alegra y sufre con y por nosotros. Auscultamos nuestra salud mediante el termómetro de las inflaciones y valores bursátiles, nos congratulamos si los beneficios anuales de los bancos son suficientemente cuantiosos y estamos intranquilos ante los miles de millones que las multinacionales pueden dejar de ganar en ejercicios menos pródigos que los de años precedentes. Padecemos según los padecimientos humanoides del mercado.

Eso explica que aquellos que hace poco hubieran sido calificados de especuladores sin escrúpulos, ahora sean casi dioses o, cuando menos, héroes de nuestro tiempo. Un caso muy llamativo de esta metamorfosis fue, en la década de 1990, Georges Soros, una suerte de doctor Jekyll y mister Hide que de día hacía obra filantrópica, confirmando la santidad del espectador, y de noche desestabilizaba con sus operaciones las monedas de países enteros. ¿Cuántos Soros, quizá algo menores, nos rodean como faros que iluminan nuestra salud pública?

Nunca, sin embargo, la antropomorfización del mercado, la creencia en su ánima, la devoción y emoción ante sus movimientos ha llegado al paroxismo de estos días, a raíz de los macabros sucesos de Nueva York. Relean, si tienen ocasión, los titulares e informaciones alrededor de la reapertura de Wall Street tras el cierre obligado del 11 de septiembre y tendrán ante ustedes una perfecta psicopatología del alma: el 'comportamiento de las bolsas', 'los mercados afrontan con ansiedad', 'la peor pesadilla de Wall Street', la 'desazón del índice Dow Jones', la 'angustia del parquet'. También, paralelamente, de una ética heroica a través de la 'resistencia de Wall Street' y del 'patriotismo de la Bolsa'.

Nos horroriza el paisaje de cadáveres pero, a los pocos días nuestra zozobra y salvación llega a través del único interlocutor gigantesco al que hemos acabado dotando de alma. Por eso dedicamos portadas y contraportadas al sacerdote del templo, Richard Grasso, presidente de la Bolsa de Nueva York y héroe de nuestro tiempo, que habla igualmente en términos 'espirituales'. Y, cuando más modestamente recabamos la opinión de nuestros pequeños sacerdotes de nuestros pequeños templos -síndicos, expertos bursátiles y demás-, nos contestan con el mismo lenguaje: 'angustia', 'depresión', 'grandeza de ánimo', 'esperanza', 'salvación'.

Miramos los tablones electrónicos de los valores como antaño se consultaban los oráculos o los signos de los dioses tras la plegaria. Si hubiéramos sido capaces de considerar otras jerarquías quizá ahora seríamos libres para dudar, como Hamlet o Lear, ante los tiempos que se avecinan. Lo malo es que Bush no cabe ni en el peor verso de Shakespeare.

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