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Columna
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Cómicos

El tiempo alquila un desván con vistas a la Historia allí donde una compañía de teatro cuelga sus disfraces y agolpa sus decorados. Por los aires desmayados de la ropa sin cuerpo flotan unas pasiones que se esconden en los bolsillos, en las mangas huecas, en las costuras y los descosidos. El odio y el amor juegan a los dados de la ausencia, demostrando con gritos silenciosos que ellos son los que tienen el encargo de concederle la vida a los trajes deshabitados. En las perchas, sobre los cajones, encima de un colchón roto o de una mesa descolada, duermen arrugados los celos del hombre que va a asesinar a su mujer, las dudas del príncipe que quiere vengar el asesinato de su padre, las ambiciones de la madre que va a casar a la niña con un viejo, las insolencias del seductor que sube a los palacios y baja a las cabañas, los amores imposibles, las soledades de alcoba, las estafas, los malentendidos, los besos. Todas las pasiones están allí, son telas desinfladas, trapos, tejidos sin alma, que esperan la cabeza y los brazos de un cómico para volver al ruedo de las ambiciones, los excesos del amor y los asesinatos.

También están allí los decorados. Los palacios faraónicos, las celdas medievales, los jardines neoclásicos, los relamidos interiores burgueses, descansan en las paredes de una nave industrial que se enciende o se apaga en las afueras de la ciudad, con las profundidades de un espejo encantado en manos de una hechicera. Sólo hacen falta un poco de cartón y unas cortinas, para que los cómicos entren en escena, arrastrando la punta sangrienta de una espada o el filo mortal de una palabra. Los gritos del director consiguen que las cosas encajen, que las sonrisas y las lágrimas se acomoden al paso de los imperios, los reinos feudales, los salones de baile y las tabernas de la ciudad. No, no, grita el director, es que no le estás viendo la cara, ahora no puedes seguir riendo, porque viene a matarte, acabas de darte cuenta de que te va a matar... Y las pinturas de los siglos se acomodan a las tragedias o a las carcajadas de siempre, porque el teatro empieza cuando los palacios de madera y las sombras falsas corren por el tiempo para detenerse en la perplejidad de unos ojos que acaban de comprender su destino. No, no, grita el director, vete al otro lado del escenario, ¿para qué te paras ahí?, ¿no ves que quieres ocultarle tu miedo?

Cuando termina el ensayo, los actores y el director comentan el ritmo de las escenas, acuerdan el horario de la próxima sesión y vuelven a la ciudad. Son las cuatro de la mañana, no hay casi nadie en la calle y el alumbrado artificial pone un velo de irrealidad sobre los árboles y los tejados. Detrás de las ventanas, la ropa de la gente cuelga de las perchas, descansa en las sillas o se mezcla con la oscuridad a los pies de las camas. El avaro vive el sueño del avaro, el enamorado camina por las galerías del amor, la víctima araña los rincones silenciosos de su odio y el verdugo respira las excusas de su tarea. A la mañana siguiente, cuando el sol se levante como un foco sobre la ciudad, los avaros, los enamorados, las víctimas y los verdugos entrarán en sus ropas.

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