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Columna
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Sueños

Abril es el mes más cruel, según el poeta T. S. Eliot, es el mes morado de los cirios y las crucifixiones; octubre es el mes amarillo, el mes de la melancolía, y diciembre es el mes de la nieve y las campanas. Pero agosto es el mes de los sueños, quizá porque es también el que más lejos está de la realidad.

Vestidos con una ropa que a veces parece de otra persona y notando que el tiempo está hecho de una arena más lenta que la del resto del año; desde las playas o los bosques donde hemos ido a olvidar nuestras vidas habituales, en agosto soñamos con lo que va a pasar tras el regreso, imaginamos nuestra ciudad que ahora, vista desde la distancia, parece un lugar impreciso, casi remoto y, a menudo, difícil de creer sin nosotros: uno imagina su casa sin él, su oficina o su calle sin él y tiene una impresión de desequilibrio o de derrumbe, como si se hubiera quitado una naranja de una pila de naranjas, una de esas pirámides de fruta que montan en las tiendas de ultramarinos y que a veces una mano poco ágil transforma en un bello alud verde, rojo o dorado.

En agosto, los que nos hemos ido imaginamos una ciudad vacía que es una parte de ese mundo remoto del que llegan noticias que parecen raras, inexplicables: ha muerto el novelista Jorge Amado; los talibán han prohibido en Afganistán la palabra viuda; el maestro Francisco Ayala dice en Santander que la novela ha muerto; George Lucas anuncia el rodaje de la siguiente entrega de La guerra de las galaxias; Zinedine Zidane fracasó en El Cairo; el Fiscal Talibán del Estado borra las huellas de ciertos ministros sospechosos y medita suprimir del Diccionario de la Real Academia las palabras investigación judicial... Algunos políticos, columnistas, intelectuales orgánicos y correveidiles de distinta calaña han mentido tanto a lo largo de sus vidas que tienen una fe absoluta en las palabras, saben que a menudo la realidad depende del adjetivo o el verbo que ellos elijan; saben que una calumnia es una mancha difícil de borrar; saben que lo que no se nombra no existe y lo que se niega ya es, por el mero hecho de negarse, un poco inexistente o un poco increíble. En Madrid, tenemos ejemplos de eso cada día: no se puede circular ni de perfil, pero el alcalde dice que el tráfico es fluído; cada vez se talan más árboles, pero el alcalde dice que cada día se siembran más; la criminalidad aumenta algo más de un 8% en la ciudad, pero el alcalde o alguno de sus concejales aseguran que ésa es una tasa baja y casi un motivo de orgullo, si lo comparamos con lo que ocurre en Nueva York, en Ciudad de México o en Moscú.

Agosto es el mes de los sueños y quizá sería bonito soñar qué palabras borraríamos cada uno de nosotros del diccionario. Los talibán de Afganistán creen que, si se prohíbe la palabra viuda, las mujeres que han perdido a sus esposos en su guerra interminable estarán menos solas, sentirán menos dolor o, como mínimo, no lo transmitirán a los otros, no propagarán por el país mensajes fúnebres o pesimistas o desesperanzados.

Yo haría una encuesta, como esas que hacen los periódicos deportivos entre sus lectores para saber qué linea debe reforzar el Real Madrid o qué sistema de juego debe usar el equipo la próxima temporada. ¿Qué palabra borraríamos los españoles del diccionario si al borrarla todo lo que esa palabra significa desapareciese? ¿Borraríamos la palabra terrorismo? ¿La palabra desempleo? ¿Borraríamos corrupción o xenofobia?

Seguramente eso es sólo un juego, una manera distinta de pasar el rato y permitir que las horas transcurran pacíficamente al lado del mar, junto a un bosque, al pie de una montaña. Pero imagínense por un momento que fuera posible, imagínense que se pudiera hacer. Se borra una palabra y todos los miserables que viven dentro de ella desaparecen, dejan de envenenarlo todo. Yo haría ese juego, a ver qué pasa. ¿Y si, por el mero hecho de decirlo, funcionase y septiembre no fuera sólo otro mes, sino un país mejor, un mundo nuevo?

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