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Columna
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Cigala y hormigas

Dentro de la flojera mental que ocasiona el punzante calor de los días de verano las perezosas neuronas aún se ejercitan en la observación de lo que sucede alrededor, que es poco variado. Nos maravillan los acontecimientos íntimos que se producen en las proximidades, cuando la pesadez de la canícula parece embotar cualquier actividad. Quienes permanecen en Madrid durante las más tórridas jornadas, cuando se ha adelantado la hora para que el día parezca no tener fin, escuchamos el pausado latir de la ciudad, que casi se suspende en las horas centrales. Creo que esta semana soy el único habitante de la casa en que vivo y que comparto con inquilinos ya mayores que se van o los han llevado a veranear. No hay vecinos nuevos ni jóvenes y los lejanos propietarios no residen en Madrid y administran sus fincas por telepatía y el secreto deseo de que vayamos desfilando hacia la vasija funeraria.

Tengo una minúscula terraza resguardada del sol la mayor parte del día, que da a un patio interior, y suelo utilizar por lo menos cuatro o cinco veces al año. No da para más. Unos desagües, averiados desde antes de la Transición, hacen el oficio de chimenea para los malos olores de las cloacas hacia donde deberían verterse aguas residuales, que un extraño reflujo devuelve en ráfagas fétidas. Por eso frecuento poco la mínima azotea.

El otro día, aprovechando una de las frecuentes averías del jadeante ascensor, decidí no salir a la calle, donde ya pocas cosas se me han perdido, y rogué a la asistenta que trajera algún aperitivo con el que regalar mi soledad. Baldeamos el somero espacio y, sacudiendo la mugre de una silla de hierro y una mesa de jardín arrumbada, me dispuse a dar cuenta del económico capricho. Abrí una lata de cerveza bien fría y pelamos las tres cigalitas terciadas recién adquiridas en el mercado de Barceló, con 100 gramos de chorizo de Salamanca y una barra de pan integral. En el viejo radiocassette inserté una cinta con mi Mozart preferido, puse en marcha el ventilador portátil, entrecerré los ojos y quise encontrarme en la terraza del Hotel Du Palais, de Biarritz, donde hace años que no dan cigalas.

Los perezosos movimientos hicieron que cayeran al suelo algunas cascarillas y media cabeza, ya chupada, de uno de los crustáceos, leve descuido de fácil remedio. Algo hizo que desviara la vista hacia abajo para comprobar, con asombro, la inmediata llegada de varias decenas de hormigas, dispuestas a compartir mi afición, nunca saciada, por el marisco. La inicial perplejidad fue entender cómo se habían tomado la molestia de escalar siete pisos, presuntamente deshabitados y de oficinas en vacaciones. Todo ello para invadir el domicilio de un hombre solo, presente de forma transitoria y cuyo frigorífico apenas enfría agua mineral y algunos envases de cerveza sin alcohol. En todo el inmueble apenas hay provisiones de boca y casi nulos excedentes orgánicos.

Cuando uno tiene poco que hacer, el termómetro roza los 39º y el higrómetro una descorazonadora sequedad del 18%, se estimula el sentido de la observación sedentaria y contemplé como, en pocos segundos, desaparecían los desperdicios. Tuve la franciscana inercia de arrojar unas migas restantes. Pueden ponerlo en duda o pensar que invento o desvarío pero aquellas hormigas que aún se atareaban con los vestigios anteriores se desentendieron del alimento básico dejando esparcidas e intactas las migajas.

Tenía oído -como todo el mundo- que algunos animales que nos hacen compañía, bien alimentados y caprichosos desdeñan vituallas alternativas, incluso si suponemos que tienen hambre, pero ignoraba que el sibarítico refinamiento se extendiera a aquellos insectos. Un entomólogo ilustrado del siglo XVIII habría extraído conclusiones filosóficas de tal comportamiento. Hacía demasiado calor para que la curiosidad franqueara la barrera de la especulación, considerando que los problemas que se nos plantean a diario tienen suficiente variedad y consistencia como para dedicarnos a evaluar las preferencias gastronómicas de las hormigas que, por otra parte, coincidían, en ese punto, con las mías.

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Confieso que me limité a un somero comentario con la asistenta quien, sin entrar tampoco en averiguaciones, procedió a rociar inmediatamente de insecticida la zona que acababan de invadir, justo donde se alzan perennes, indestructibles y leales geranios que sobreviven a todas las inclemencias y vicisitudes.

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