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¿Y si no quieren escuchar a Wagner?

He seguido poco y mal la nueva entrega de la polémica sobre Wagner en Israel, entre otras cosas porque es una repetición y a las polémicas les pasa lo contrario que a la música: con la repetición, pierden. No tengo a mano, por tanto, los detalles sobre cómo y por qué Barenboim usó un Wagner de tapadillo en un concierto en Jerusalén ni las declaraciones y los argumentos de los que estaban en contra. He ido leyendo artículos inflamados en los que Barenboim aparecía como el vengador justiciero de la libertad artística y los otros judíos ofendidos por la interpretación de Wagner como unos primos hermanos de aquellos que dinamitan estatutas patrimonio de la humanidad o condenan a muerte escritores por blasfemia. Y me ha parecido injusto, enormemente injusto. Como no sé en qué términos se quejaban los que se quejaban, no los defenderé. Defenderé, en todo caso, el derecho que puede tener alguien a no escuchar una música que tiene para él connotaciones desagradables o trágicas. Con un límite: el hecho de que él no quiera escucharla no le permite prohibir a los demás que la escuchen.

Si a alguien le produce dolor escuchar a Wagner, nadie puede obligarle a que lo escuche. Pero él tampoco tiene derecho a prohibir las audiciones

Así, no creo que la polémica esté en si Wagner se merece o no ser mal visto por algunos judíos. Ciertamente, Hitler es posterior a Wagner y por tanto el compositor no tiene la culpa de lo que hiciese el nazismo con su obra. Ciertamente también, Wagner tuvo y escribió opiniones antisemitas, de las que crearon el clima histérico en el que pudo nacer el nazismo. Pero no fue ni el único ni el principal antisemita. En todo caso, personalmente siempre he creído que el valor de una obra artística no nace de la lucidez ideológica ni tan sólo de la bondad moral de su creador. Un racista puede escribir buena música y buena literatura. Me importa un pito si Cervantes estaba en las prisiones andaluzas por estafador: esto no le quitaría al Quijote ni un átomo de genialidad. Pero también es cierto que muchos prestigios artísticos se han construido no a pesar de factores ideológicos o morales, sino gracias a ellos, y que en muchos periodos de la historia se ha hundido o se ha exaltado a creadores no por el valor de su creación, sino por el punto de vista ideológico que aportaban. Y esto lo han hecho fachas y progres, católicos, comunistas, liberales, judíos y fascistas. El caso de Wagner no sería especial. Pero, además, no se trata de eso.

A algunos judíos, israelíes o no, escuchar a Wagner les trae malos recuerdos. Es la banda sonora de su tragedia familiar y no quieren rememorarla. Individualmente, no irán a un concierto con música de Wagner y, colectivamente, no programarán Wagner en su temporada de conciertos. Nada que objetar, me parece. Colarles un poco de Wagner fuera de programa, sabiendo que tienen esta percepción, no me parece muy bonito, aunque se crea que no tienen razón. Pero tampoco es éste el problema. Tampoco me parece el punto central de la cuestión. Para mí, el punto central, lo que manda en la polémica sobre Wagner en Israel, lo que me haría estar a favor o en contra de los que se quejaron, es la distinción entre el derecho individual a no escuchar lo que no se quiere escuchar y la prohibición o la persecución de una música, un libro o una idea. Si lo que ha sucedido en Israel es que hay un grupo nutrido de personas que no quieren escuchar a Wagner, tienen todo el derecho del mundo a no hacerlo, y sin necesidad de dar explicaciones. Si lo que hay es la persecución inquisitorial de un autor o una obra, para los que quieran y los que no quieran escucharla, entonces no se puede defender.

El problema se presenta cuando alguien quiere elevar un recelo individual legítimo a la categoría de prohibición universal. El problema se da cuando los propios recelos, las propias normas individuales de conducta, quieren convertirse en leyes. Lo hemos escrito todos muchas veces, por ejemplo ante la ley del divorcio: quien esté en contra del divorcio que no se divorcie, pero que no prohíba divorciarse a los demás. Si a alguien le produce dolor escuchar a Wagner, nadie puede obligarle a que lo escuche. Pero él tampoco tiene derecho a romper los discos de Wagner en los almacenes, a quemar las partituras o a prohibir las audiciones. Tengo la impresión de que la inmensa mayoría de los que no querían escuchar a Wagner en Jerusalén no tienen ningún incoveniente en que se programe en Barcelona y no piden que se ilegalicen sus discos. Esto no es simplemente una diferencia respecto a lo que podríamos llamar prácticas inquisitoriales contra la cultura. Es la diferencia.

Vicenç Villatoro es periodista, escritor y diputado de CiU.

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