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LA CRÓNICA
Columna
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El hombre de negro

Jacinto Antón

Dicen que todos tenemos un Hamlet dentro que nos trata rudamente o nos enseña el camino a las estrellas. El mío, cuando lo saqué de donde quiera que hubiera permanecido agazapado todos estos lustros, estaba bastante ajado. Tanto que más parecía el espectro de su padre. Es cierto que no le daba el aire desde hacía 24 años, cuando lo encarné para presentarme a las pruebas del Institut del Teatre, con el 'ser o no ser'.

Partimos juntos, tratando de ensamblarnos de nuevo, el martes hacia Lleida con el objeto de concurrir al I Concurso de Recitación de Monólogos de Hamlet, simpática iniciativa de la librería El Genet Blau para celebrar el 400º aniversario del estreno de la pieza de Shakespeare. Del éxito de la convocatoria baste decir que se apuntaron 35 personas -la mayoría aficionados-, incluido un servidor, y que hubo que celebrarla en la calle. No era mi objetivo principal alzarme con el premio de 25.000 pesetas en libros, pero pensaba que ejercitando por el camino a mi príncipe podría hacer un buen papel. Abrí al azar mi vieja edición de la obra, buscando una señal propicia para el viaje, y leí: 'Ciérrale las puertas, que no pueda hacer el imbécil en ninguna parte salvo en su casa' (acto III, escena I). Empezábamos bien.

Todo el mundo tiene un Hamlet dentro, pero sacarlo ante una audiencia requiere valor. Una treintena de personas lo hicieron en Lleida

Me sorprendió mucho el enorme calor en ruta. Es verdad que eran las dos de la tarde, que marchaba hacia el interior, que mi coche no tiene aire acondicionado y que Hamlet es danés. Al cabo de unos kilómetros me sentía más como Lawrence de Arabia. Así que paré en una discreta área de descanso para empezar a meterme en el personaje. Me puse las viejas mallas de mi época de arte dramático. Me fue difícil pasar de las rodillas, pero lo conseguí a fuerza de apretar y resoplar. Por suerte, no había escogido una escena de acción y para una reflexiva los leotardos me iban a dar aplomo y expresión de viril congoja.

Seguí mi camino más animado. Iba releyendo el monólogo del 'ser o no ser' y al tiempo escuchando una fantástica casete que llevo siempre en el coche: The great speeches of Shakespeare. Un termómetro de la autopista marcaba 37 grados. Con tanto teatro isabelino estaba cogiendo un buen globo. Así que paré en una estación de servicio para comprar agua. Cuando entré, dos docenas de sudorosos camioneros eslavos se giraron en la barra. No entendí su mirada libidinosa hasta que caí en la cuenta de que llevaba puestas las mallas. Descarté ir al lavabo.

Llegué a Lleida tan jorobado que me planteé seriamente hacer de Ricardo III. Me arranqué como pude las mallas en un parking y me volví a poner los pantalones. Faltaban dos horas para la cita en la librería, así que me dediqué a deambular por la ciudad desengrasando mi monólogo. La gente se apartaba a mi paso: les impresionaría mi aspecto aristocrático, todo vestido de negro y musitando cosas grandes. La verdad es que iba tan mojado que parecía un príncipe de la Atlántida. Shakespeare in hot. Perdí mucha concentración observando a las cigüeñas en sus nidos en la catedral nueva y tratando de obtener subrepticiamente algunas plumas. En el Institut d'Estudis Ilerdencs había una exposición de hongos, lo que me retrotrajo a los felices días en que cubrí allí el curso internacional sobre estados alterados de la mente. Me estaba saliendo peligrosamente del papel, así que me escondí detrás de un contenedor de basuras cerca de la calle de la Plateria, para ensayar. Algo olía a podrido.

El ambiente en la librería poco antes de comenzar el concurso era sensacional. Casi un centenar de personas se habían acomodado en las sillas instaladas al efecto en la calle de Ballester frente a la entrada del establecimiento. Muchos vecinos se asomaban a los balcones. Incluso un perro. Fue muy comentada la presencia allá arriba de una chica tan sucintamente vestida que Otelo la hubiera estrangulado cuatro actos antes. Y comenzó el concurso. Se convocó al primer apuntado. No estaba. El segundo. Tampoco. 'El miedo escénico no perdona', comentaron deportivamente los organizadores. Y todos asentimos. Sí compareció el tercer concursante, Gerard, muy joven y ataviado como un príncipe de los skaters. Había que presentar el monólogo, así que explicó muy nervioso que había escogido el 'ser o no ser' por hacer algo, pero que luego había pensado que tenía que buscar una referencia en sí mismo y como él, dijo, tiene el sueño de ser actor, pero no sabe si lo va ser, pues he ahí una situación de claro ser o no ser. Todos volvimos a asentir. Interpretó muy tenso, pero fue muy aplaudido. Siguió un tipo elegante que ofreció toda su actuación aferrado a dos billetes de 10.000 pesetas. Salió Sara, una jovencita vestida de rojo, y se quedó en blanco. Las cinco siguientes concursantes no acudieron al ser llamadas. Fragilidad, tienes nombre de mujer. Pero en general hubo más bajas masculinas. Salió por fin otra jovencita con una calavera. Empezó a recitar mostrando correctores dentales. Al acabar le pasó la calavera como un testigo a una amiga. 'Sé que en este parlamento Hamlet no la usa, pero me da confianza', explicó la colega. Una señora madura recitó en inglés. Una Ofelia (también valía) se ahogó en la primera línea. Otra hizo justicia a aquella frase de un maduro primer actor que recoge en su libro On acting (1986) Laurence Olivier: cuando le preguntaron al tipo si él pensaba que Ofelia se acostaba con Hamlet, respondió: 'En mi compañía, ¡siempre!'. Un Hamlet pidió que le dejaran volver a empezar. Otro pareció no entender el dilema. Y en todas y cada una de las intervenciones hubo algo notable, hermoso. Una intensa emoción empapaba la tarde mezclándose con el sudor. Y entonces, en penúltimo lugar, dijeron mi nombre. Di un respingo. Me palpé, pero no me encontraba el Hamlet, a lo mejor se había derretido. Respiré profundamente y me situé delante de la audiencia. En ese momento tuve una súbita inspiración y dije que le dedicaba mi monólogo a Gerard, el primer concursante. Expliqué que recuperaba mi Hamlet de hacía tantos años y que en mi caso no había la menor duda en lo de ser o no ser: yo no había sido. Empecé sin casi transición, aferrando un libro -decía Wyspianski que Hamlet es un pobre chico con un libro en la mano: mi príncipe el martes llevaba un ejemplar de Beau Geste- y pensando cómo iba a salir del lío. Pero me fui metiendo en el papel y de repente me sentí como aquella lejana tarde frente al tribunal del Institut. Pensé si el público vería algo de aquel joven de entonces lleno de ilusiones y quise rogarles que si lo hacían le dijeran que me buscara a la salida y me recordara en qué consistían. Mientras se me anegaban los ojos recité aquello de que 'la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes'. Casi no me di cuenta de que había llegado al final, sin perder ni una línea. Juro que me aplaudieron. Me marché por el callejón mientras el último concursante declamaba, como fúnebre despedida, el parlamento final de Fortimbrás. Alguien me tocó en la espalda. Era Gerard. 'Gracias, tío', se azoró. El primer y el último Hamlet de la tarde nos miramos sin saber qué decir. Le estreché la mano y me fui. Conduje sin mirar atrás, de vuelta a casa. Solo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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