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A PIE DE OBRA
Columna
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Muertos de tedio

Marcos Ordóñez

- 1. Vladimir y Estragón contra Hamlet. ¿Por qué resulta tan desmesuradamente aburrida Rosencrantz y Guildernstern han muerto? Sí, es increíble: todavía más aburrida que Estiu; quién lo hubiera dicho. Stoppard parece sufrir una rara maldición con el Poliorama. (Y, por extensión, con la escena española). Creo que tiene que ver, en primer lugar, con la difícil ecuación de retórica y tempo. A ver si me explico. Las primeras obras de Stoppard son más retóricas que un discurso de Tierno. Ese era su juego favorito. Una retórica muy inglesa, muy de tío listo. Isabelina, en el caso de Ros & Guil, que fue su debut, y de jerga académica en las siguientes. Jumpers, por ejemplo. O El auténtico inspector Hound, que se vio en el Poliorama hará dos o tres temporadas en un programa doble, con Black Comedy, de Peter Shaffer. En Hound, los protagonistas eran dos críticos de teatro perdidos en una obra de misterio. Su retórica era el oxbridge, la jerga de los críticos ingleses amamantados en la Universidad. La directora de aquel montaje, Tamzin Townsend, debió de pensar: 'Esto queda muy pesado; cortemos'. Y después de cortar (y cortaron un montón), Hound resultó (suele pasar) todavía más pesada. Tanto que saltó de cartel a los pocos días y representaron únicamente Black Comedy.

Ros & Guil viene a ser lo mismo que Hound, pero en más largo y con más veleidades metafísicas. Aquí tenemos a dos universitarios isabelinos, renacentistas, perdidos en una obra que no entienden. Hamlet, concretamente. Como ustedes recordarán, Rosencrantz y Guildernstern son los amigos de Hamlet, sus ex compañeros de college. Han estudiado, como él, lógica y retórica. Saben latín, saben que Dios ha pasado a la historia, que el hombre es el centro del universo y que la tierra no es plana, pero todo eso no les sirve de mucho. Llegan a Elsinor y se encuentran metidos en un follón de aúpa, del que apenas atrapan fragmentos.

Stoppard era crítico de teatro y tenía 29 años cuando escribió esta comedia. El punto de partida no podía ser mejor. Cogemos a dos absolutos secundarios, los llevamos a primer plano, les mostramos intentando entender algo de lo que sucede en la corte del rey Claudio, y al final les vemos caminar hacia una muerte absurda, una muerte detonada por un cruce de cartas. Menuda metáfora de la existencia, del theatrum mundi. Como si Abbott y Costello hubieran rodado un imposible Vladimir y Estragón contra Hamlet: ese sería el concepto. A Kenneth Tynan, que entonces era el director artístico del National Theatre, le contaron el concepto y se apresuró a comprar los derechos de la función, que lanzó a Stoppard internacionalmente. Primer problema: Ros & Guil hablan y hablan y hablan. No paran de hacerse preguntas, de enredarse en silogismos, juegos de palabras, cabalgadas retóricas. Digamos que la obra se apoya demasiado en el lenguaje. En los lenguajes, porque hay dos. La jerga retórica / universitaria de la pareja, y el endiablado heightened style de la corte, contra el que no pueden competir: acaban con la lengua fuera cada vez que intentan seguir las peroratas de Hamlet, de Claudio, de Polonio. ¿Pesado? Pues sí, un poco. A casi 40 años de su estreno, no le vendría mal un poco de tijera a la comedia. Pasarían otros 20 años para que Stoppard se sacase el traje de tío listo y diera con la ecuación perfecta de juego refitolero y emoción pura en Arcadia, su obra maestra.

- 2. Voto por Botto. He visto un par de veces Rosencrantz y Guildernstern. En el revival del National, en 1995, con Adrian Scarborough y el gran Simon Russell Beale, y en el cine, dirigida por el propio Stoppard, con Gary Oldman y Tim Roth, y no resultaba aburrida, lo juro. Lo justito. Un 80% de brillantez y un 20% de lata, digamos. ¿Por qué? Porque los actores ingleses están acostumbradísimos al lenguaje retórico; es como una segunda respiración para ellos, y nosotros no, así de sencillo. Nos falta viveza expositiva; pesamos demasiado las palabras. Reloj en mano, el montaje de Cristina Rota en el Poliorama se pone (al menos en la noche del pasado martes, cuando lo vi) en dos horas y cuarto. Sin un maldito intermedio; quizá para evitar, astutamente, la huida del personal. El montaje del National, leo en el programa, duraba 'about 2 hours, including two 15-minute intervals' [unas dos horas, incluidos dos descansos de 15 minutos]. ¿Significativo, no? Al revés que en Hound: todavía más largo que el original. 'S'arrepengen massa'. El espectáculo, que ha triunfado en media España, está muy cuidado. Formidable de luz y de escenografía, pero con dos únicos puntos de fuerza: Juan Diego Botto (Rosencrantz) y el Actor, The Player King, el director de la compañía de cómicos, que interpreta el veterano Juan Ribó. Seamos justos: dos puntos de fuerza y medio. El medio es Aitor Merino, que sustituye a Alterio hijo en el papel de Guildernstern. No es un mal actor Aitor Merino. Le sobra técnica, pero le falta emoción, y no veo una gran química entre él y Botto. Botto es la estrella, el foco de atención. Rebosa ángel y carisma; casi les diría que sólo por él vale la pena la función, el aburrimiento de la función. Es una criatura shakespeariana. Sería un perfecto Romeo y un perfecto Mercutio porque tiene esas dos caras.

La función es el ángel de Botto, la técnica de Merino y la energía verbal (a la que sólo le sobra una risita forzada, constante) de Juan Ribó. El resto -y es mucho resto- no pasa batería. Hamlet (Ramon Esquinas), Ofelia (Nur Al Levi), Claudio (Jonás Merino) y Gertrudis (Paloma Montoro) han sido dirigidos como comparsas, como si estuvieran interpretando una función de marionetas. Y es muy difícil interesarse en personajes representados como marionetas. La función del Poliorama es lo que les pasa a Ros, a Guil, y al Player King. No hay interacción entre lo que les sucede a esos tres y lo que les rodea: Hamlet y familia son un mero ruido de fondo. ¿Alguien se atreve a montar Arcadia? Hay una traducción, muy buena, de Ernest Riera. Quizá serviría para sacarnos la espina de que Stoppard es un latazo.

Juan Diego Boto en <I>Rosencratz y Guildinstern</I>.
Juan Diego Boto en Rosencratz y Guildinstern.EL PAÍS
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