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Columna
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El terror

El daño del terrorismo no termina en el más trágico recuento de lo que se contempla y se sufre en el presente, sino que se prolonga como una quemadura por debajo de la cólera y el dolor. El terrorismo no sólo absorbe para sí la mayor de nuestras zozobras individuales y sociales, no sólo ocupa la primera página, atrae la intensidad de la atención política y decide el centro emocional de la vida colectiva, sino que se adentra con la forma de una patología en las mentalidades, maldice el presente y paraliza la inteligencia sobre el porvenir.

La miseria del terrorismo es como la parte maldita de las cosas ocupando obscenamente la máxima superficie de lo real. Cualquier materia posee su lado oscuro, pero el terrorismo invierte el nexo de la vida, consagra sobre la escena el orden de lo siniestro, la perversión y la palabra sin articulación. De ahí que en España, durante años, el lenguaje cultural y político, los discursos intelectuales, las reflexiones sobre nuestro tiempo, hayan quedado detenidos como en la dictadura de Franco; tan depauperados y balbucientes como entonces. Aquí no hay apenas nada más de qué hablar o nada que inspire el habla fuera del último o del próximo atentado. El tiempo va discurriendo en la vecindad internacional sobre una sucesión de secuencias diversas mientras aquí vivimos bloqueados.

Tal como en los tiempos del franquismo, en que se esperaba su conclusión para poder decir y hasta amar libremente, para poder respirar políticamente y ser partícipes de la actualidad civilizada que veíamos alrededor, ahora esperamos también a que cese algún día la barbarie y podamos ser felices con nuestra patria y en nuestra colectividad. Que podamos cavilar, debatir y avanzar sobre diferentes novedades y destinos de nuestro tiempo. Incluido, claro está, el destino del País Vasco, que, lejos de ser, como ahora, un asunto atravesado de crímenes, sería, sin la sangre ni el miedo, un quehacer de primera fila: en línea con una imaginable tertulia cívica donde se cruzaran la imaginación con la historia, y se configurara, en fin, una convivencia moderna cuya realidad parece hoy ya tan merecida como negada por la primitiva e insoportable presencia del terror.

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