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Columna
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La Ley del Menor

La delincuencia juvenil es un problema al que las sociedades democráticas tienen muchas dificultades para enfrentarse. Y cuanto más democrática es, más dificultades tiene. Pues cuanto más democrática es una sociedad tanto más se potencia la libertad y autonomía personales y, en consecuencia, mayor es el riesgo de que nos encontremos ante conductas delictivas. Y a edades cada vez más tempranas. El aprendizaje de la libertad se inicia cada vez más pronto y con ello se inicia también cada vez más pronto el aprendizaje del sentido de la responsabilidad de los propios actos. En teoría ambos aprendizajes tendrían que progresar simultáneamente. Y así suele ser. Los adolescentes suelen ser responsables. Si así no fuera, el número de actos delictivos cometidos por ellos sería incalculable. El número de actos delictivos cometidos por los adolescentes de hoy no ha aumentado respecto de los actos delictivos cometidos por sus padres cuando tenían su edad en proporción a las posibilidades que la sociedad democrática de hoy ofrece frente a las que ofrecía la sociedad autoritaria de entonces. Si así no fuera, no podríamos vivir. Pero el número ha aumentado. Con esto es algo con lo que tenemos que contar. No hay libertad sin riesgo. Y este es uno de los que tenemos por vivir en libertad. Debemos hacer todo lo posible por reducir la delincuencia juvenil, pero hay que contar con ella.

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Y hay que contar con ella como se tiene que hacer en una sociedad democrática. La finalidad de la represión de la conducta delictiva, como dice el artículo 25 de la Constitución, tiene que ser la reinserción social del delincuente. Y si es así en general, todavía más en el caso del delincuente menor de edad. La condena por un acto delictivo cometido en la adolescencia no puede suponer, de facto, el confinamiento del adolescente durante el resto de su vida al mundo de la delincuencia, como es lo que se correría el grave riesgo de que ocurriera si a los menores delincuentes no se les diera un trato diferenciado del que se les da a los delincuentes adultos.

Esto es lo que ha hecho la Ley del Menor. Y es una ley que está bien, aunque no haya ido acompañada su aprobación de la dotación presupuestaria que su aplicación exige. En esto es en lo que, en mi opinión, se tendría que poner el énfasis. No se puede juzgar una ley por un caso, por muy terrible que éste sea. Ningún legislador puede hacer una ley previendo el asesinato de una estudiante de bachillerato por dos compañeras, en la forma en que se ha producido el de Klara G. C. y por los motivos por los que se ha producido. Creo que la Ley del Menor merece que se le dé un un tiempo a fin de que se pueda hacer una valoración razonable de su bondad para dar respuesta al problema de la delincuencia juvenil. Y para ello, insisto, debería reclamarse la dotación presupuestaria correspondiente.

No me puedo poner en el lugar de los padres de Klara. No creo que nadie que no haya pasado por una experiencia tan terrible como ésa pueda hacerlo. Y lamentaría muchísimo que la lectura de este artículo pudiera aumentar su dolor. Pero no creo que se deba reformar la ley.

Porque, además, no creo que la respuesta que se ha dado con base en la Ley del Menor al caso del asesinato de Klara sea una respuesta injusta. Las chicas que asesinaron a Klara han sido condenadas a ocho años de internamiento y cinco de libertad vigilada. Cuando cumplan 30 y 31 años, respectivamente, habrán pasado casi la mitad de su vida en internamiento y bajo vigilancia. ¿Es pequeña la condena? ¿Se puede realmente afirmar que no se ha hecho justicia? ¿Sería más justo prolongar por más tiempo la condena o sería más injusto, en la medida en que se podría comprometer con ello de manera difícilmente reversible el proceso de reinserción social de las autoras del asesinato?

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Sinceramente creo que no. La finalidad de la condena y de la ejecución de la pena tiene que ser la reinserción de esas dos menores. A esas chicas les quedan entre 70 y 75 años de vida con la esperanza de vida de las mujeres en España. Y habrá que hacer lo posible para que los vivan no como delincuentes, sino como ciudadanas rehabilitadas. No creo que pueda pensarse de una manera objetiva y razonable que la prolongación por más de 13 años del internamiento y de la vigilancia sea la medida apropiada para alcanzar dicha finalidad. Si en 13 años no se rehabilitan, ¿lo harán en 18 o 20? ¿Cuántos años más de internamiento y vigilancia serían necesarios para que se considerara que se ha hecho justicia?

Posiblemente si no se hubiera producido la puesta en libertad de una de las chicas, no se habría producido una reacción de la intensidad de la que se ha producido. La herida estaba demasiado abierta como para que la puesta en libertad no la hiciera sangrar de la manera que lo ha hecho.

Pero eso no quiere decir que la previsión legislativa no sea, en general, la adecuada. Me parece que está bien decretar la libertad del menor mientras la sentencia no es firme, adoptando todas las medidas cautelares de vigilancia que sean apropiadas para evitar la reiteración delictiva y asegurar el cumplimiento de la condena una vez que la sentencia sea firme. Todos los años no son iguales en la vida de las personas. No vivir internado en esos años en los que se está transitando de la adolescencia a la edad adulta es muy importante. El aprendizaje de vivir en libertad tras una condena penal y sabiendo que todavía se está pendiente de la sentencia definitiva, puede ser muy importante en el proceso de rehabilitación del delincuente juvenil.

Otra cosa es que, en este caso, se hubiera podido actuar con más prudencia tanto por parte del juez como por parte de los abogados de las menores. Si en lugar de haber recurrido la decisión del juez de poner en libertad a una de las chicas, se hubiera solicitado por parte de la defensa que no se adoptara esa medida, tal vez se hubiera evitado la alarma social que se ha generado y el rechazo global de una ley, que no merece ese juicio negativo.

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