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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Salvemos a Cataluña

Mario Vargas Llosa

La señora Marta Ferrusola, esposa de Jordi Pujol, Presidente de la Generalitat de Cataluña, es una mujer valerosa. Se ha lanzado en paracaídas y practica parapenta, arriesgado deporte que consiste en volar como los pájaros prendida sólo de unas frágiles tablitas y unas alas de material plástico. Es también una persona alarmada con los peligros que amenazan a su bella tierra, una tierra que, dicho sea de paso, aunque doña Marta no se lo creería, muchos que no somos catalanes queremos tanto como ella.

¿Y qué peligros amenazan a Cataluña? Que le mancillen la identidad, le desnaturalicen su cultura, que la dejen sin alma. Lo ha dicho con una franqueza infrecuente entre políticos (o cónyuges de políticos) en una conferencia que dio hace poco, en la Caixa de Girona. Allí explicó que la conspiración para desaparecer espiritualmente a Cataluña viene de lejos. No hace mucho, en los parques de Barcelona, sus hijos se quejaban de que no tenían con quien jugar 'porque todos los niños hablaban castellano' en vez de catalán. Ahora, las cosas han empeorado, con las oleadas de inmigrantes musulmanes del Norte de África. No aprenden la lengua del lugar, sino más bien castellano, en el que lo primero que chapurrean es 'dame de comer'. Se reproducen como conejos, no aprenden las costumbres y los usos locales sino quieren imponer los suyos, y, más grave todavía, la Generalitat, que carece de fondos suficientes para alentar la natalidad de los vecinos, se gasta su presupuesto en 'ayudas para esta gente que no sabe lo que es Cataluña'. Al paso que van las cosas, la señora Ferrusola teme que, en algún momento del futuro, Alá y Mahoma reemplacen a Cristo y al Papa en la tierra de Gaudí ('ya no habrá iglesias románicas sino mezquitas').

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Casi al mismo tiempo que la esposa de Jordi Pujol expresaba estos temores, un eminente político nacionalista, Heribert Barrera, de Esquerra Republicana, y que ha presidido muchos años el Parlamento Catalán, publicaba en Barcelona un libro que coincidía a pie juntillas con aquélla. Según él, 'Cataluña desaparecerá si continúan las corrientes migratorias actuales', y, sobre todo, si a estos inmigrantes 'no se les ponen condiciones, como la de aprender el catalán'. El señor Barrera no tiene pelos en la lengua, tampoco, y dice lo que piensa. Por ejemplo, que los grandes desplazamientos de andaluces y murcianos a trabajar en la industria de la región catalana de los años sesenta, no le han traído el menor beneficio a su país: 'A mí que me digan qué ganamos nosotros porque ahora se bailen tantas sevillanas. No ganamos absolutamente nada. Ni con tener tantas mezquitas y con que haya cada vez un porcentaje más alto de musulmanes'. Y añade que, sin aquellas migraciones, Cataluña no tendría ahora, entre otros engorros, la escasez del agua: 'Si en vez de seis millones, fuéramos tres, como antes de la guerra, no tendríamos este problema'. Consecuente con estas premisas, el señor Heribert Barrera defiende al austriaco Jörg Haider, que ha construido toda su carrera política agitando el espantajo de que los inmigrantes podrían desaparecer Austria: 'Cuando el señor Haider dice que en Austria hay demasiados extranjeros no está haciendo ninguna proclama racista. Quiere decir que quiere preservar la sociedad austriaca tal como a él le gusta, tradicional, lo que resulta imposible desde el momento en que se incorpora un número considerable de extranjeros'.

Las afirmaciones de la señora Ferrusola y del señor Barrera han causado considerablemente revuelo en España, y, en Cataluña, los propios partidos nacionalistas, que se caracterizan por su moderación, hacen toda clase de filigranas para demostrar que, por más que lo parezcan, semejantes tesis y profecías no son xenófobas ni racistas. Y que, en última instancia, expresan opiniones personales, y de ningún modo el sentir y el pensar de las formaciones políticas en que aquellos ciudadanos están afiliados. Mi propia interpretación del asunto es exactamente la contraria: que la señora Ferrusola y el señor Barrera han dicho lo que han dicho porque, como nacionalistas, no tienen escapatoria: o creen fervientemente que aquella nación que quieren salvar y preservar está en peligro, y es víctima de amenazas y conjuras por parte de enemigos múltiples, o toda la ideología que sostiene su posición política se desploma y convierte en superstición, en nadería. Porque todo nacionalismo, aun el de semblante y métodos más civilizados y pacíficos como el que se practica en Cataluña, esconde gérmenes de xenofobia y de racismo que, dadas unas circunstancias propicias -es decir, de crisis económica, social o política-, salen inevitablemente a la luz.

El supuesto de todo nacionalismo es que esa entidad abstracta, la nación, existe como una esencia intangible, como un todo ontológico del que participan, por razón de nacimiento, etnia, religión, cultura, tradición, etcétera, todos los ciudadanos, y que, por eso mismo, la pertenencia a esa colectividad homogénea y unitaria es el principal atributo de los individuos, ya que de ella reciben su identidad, vale decir su ser. Renunciar de algún modo a esa identidad no es sólo un crimen de lesa patria, una traición anímica a lo más privativo y específico de la personalidad propia y colectiva, sino disolverse en la confusión e incertidumbre de lo anodino, convertirse en esa inexistencia viviente que Camus describió magistralmente en el antihéroe de El extranjero, ese paria, sin patria ni prójimos, al que la sociedad, cuidadosa de sus fueros, manda a la guillotina.

Como probar la existencia de esa identidad protoplasmática, el espíritu nacional, del que todos los ciudadanos serían portadores, mantenedores y epifenómenos, es racionalmente imposible, pues se trata de un mero acto de fe, el nacionalismo se alimenta del victimismo, de los agravios, imposiciones, discriminaciones o censuras de que la 'nación' ha sido víctima, en el pasado o en el presente, para justificarse. Y como, en muchos casos, aquellos abusos han sido reales, el nacionalismo encuentra un eco favorable en sectores amplios de una sociedad, en quienes llega a prender la idea de que la soberanía, la independencia, la emancipación de la 'nación' hasta ahora avasallada por el extranjero, es la panacea que resolverá todos los problemas. Sin victimismo colectivo el nacionalismo tendría los días contados, y quedaría en los márgenes de la vida política, como lo que en verdad es: una excentricidad y un anacronismo.

Por eso, los nacionalistas, cuando no tienen enemigos, no tienen más remedio que inventárselos. Los que se han inventado (estoy seguro que de muy buena fe) la señora Ferrusola y el señor Barrera, son indispensables para que esa delirante ficción en la que ellos creen, la identidad cultural colectiva, algo que sólo existe en pequeñas comunidades primitivas, prehistóricas, donde ser miembro de la tribu es la única manera de sobrevivir, tenga todavía cierta apariencia de verdad. De otro modo, tendrían que aceptar esa incómoda realidad, írrita a cualquier postulado nacionalista: que, como toda sociedad moderna, Cataluña carece de una identidad, porque tiene muchas, y que, por terrible que ello les parezca, seguirá teniendo cada día más, a medida que siga creciendo, prosperando e integrándose a un mundo siempre más cosmopolita y pluricultural, del que no hay manera de apartarse, a menos que se opte por seguir el ejemplo de los talibanes de Afganistán, o el de los dayaks de Borneo y se empiece a decapitar a mansalva a todos los forasteros. No me imagino a gentes tan bien educadas, y además católicos de misa y comunión, como suelen ser los nacionalistas catalanes, armados de cimitarras, limpiando a Cataluña de invasores étnicos.

La tragedia del nacionalismo es el progreso. Porque ha sido el empuje de la economía local, las necesidades de su industria y su crecimiento urbano, lo que ha traído a Cataluña esas muchedumbres de andaluces, gallegos, murcianos y almerienses, y atrae ahora a marroquíes, subsaharianos, ecuatorianos, colombianos, peruanos, albaneses, kosovares, ucranianos y de muchas otras culturas, que están modelando, poco a poco, una sociedad cada vez menos homogénea y unitaria, cada vez más diversa y plural, en cuanto a lengua, raza, creencias y costumbres. ¿Es de veras, eso, una tragedia? Lo cierto es que, como lo acaba de recordar una escribidora catalana, Rosa Regàs, la tradición de Cataluña es producto de múltiples migraciones superpuestas (iberos, griegos, fenicios, cartagineses, godos, judíos y árabes, entre otras), y probablemente lo más creativo y original que ha dado el arte y la literatura catalanes exprese precisamente esa vocación cosmopolita y universal (de Pla a Tapiès, de Gaudí a los Goytisolo y Marsé, de Dalí a Mendoza, Félix de Azúa o Gimferrer). Si es que alguna vez fue esa sociedad integrada, que hablaba una sola lengua, creía en un solo dios, era de una sola raza y compartía unas mismas costumbres, que los nacionalistas quisieran salvar de la desintegración, Cataluña ya no lo es ni en todo caso volverá a serlo nunca. Y, en buena hora, porque gracias a esa transformación ha alcanzado los altísimos niveles de vida de que ahora goza y ha dejado atrás la barbarie del subdesarrollo, de la miseria y del hambre del que escapan esos pobres emigrantes que tanto asustan a la señora Ferrusola y al señor Barrera.

Esta misma mañana, antes de sentarme a escribir este artículo, leí en los periódicos una información que, ésta sí, justifica todas las alarmas: la ONU prevé que en los próximos 50 años España, el país europeo de natalidad más decreciente, pasará de tener los cuarenta millones de habitantes que tiene ahora a sólo treinta y uno. Esto significa que, para suplir la falta de mano de obra que ese encogimiento de la población va a exigir, al igual que el resto de la Europa desarrollada por lo demás (donde el problema también se presenta, aunque no con la misma intensidad), España va a tener que recurrir a una inmigración masiva, si quiere mantener los altos niveles de vida que ha alanzado, y más todavía si quiere seguirlos mejorando. Esta es una realidad concreta, no una cábala ni una fantasía, un problema que tiene solución, a condición que sea encarado y resuelto, desde ahora.

¿Cómo? Combatiendo los torpes prejuicios y los miedos ancestrales que rodean el tema de la inmigración. Por una parte, ésta es inevitable y por otra parte necesaria, de modo que debe ser vista no como un problema sino como una solución. Ningún país moderno de Occidente puede seguir siéndolo si cierra sus fronteras y no recurre a los trabajadores extranjeros para llenar los puestos de trabajo de ese mercado laboral creciente que implica el desarrollo. Esto, desde luego, es una bendición para todos aquellos a quienes sus países, por culpa de sus gobiernos corrompidos e ineptos, no ofrecen condiciones mínimas de supervivencia y se ven obligados a emigrar. Ambas necesidades deben complementarse en políticas inteligentes, que beneficien por igual a unos y a otros. Desde luego que es más sensato favorecer la inmigración, legalizándola y regularizándola de acuerdo a las necesidades de mano de obra del país receptor, que prohibirla y combatirla, pues esto no la frena -como lo sabe Estados Unidos, donde las cuantiosas sumas que se gastan tratando de atajar la inmigración ilegal no impiden que ésta siga proliferando-, y, más bien, hace que esa migración ilegal sea caótica y fuente a menudo de operaciones gansteriles y mafiosas.

El inmigrante es una fuente de desarrollo y de progreso y genera mucha más riqueza de la que le cuesta al país que lo recibe. Y esto no debe entenderse en términos sólo económicos, también culturales y sociales. Una cultura, como una sociedad, se condena a la decadencia y a la esclerosis, si no se renueva y enriquece mediante intercambios y mezclas que la mantengan siempre joven, viva. También en ese sentido, las migraciones son una inyección de energía y vitalidad, para los pueblos que saben aprovechar todo lo que es aprovechable en ellas, que siempre es mucho. Desde luego que, a veces, los inmigrantes, procedentes de sociedades religiosas fanáticas o primitivas, acarrean con ellos instituciones o costumbres que son incompatibles con los derechos humanos y las normas elementales de la civilización (como la castración femenina o los matrimonios pactados por los padres, con prescindencia de la opinión de la mujer) que no son admisibles en un país democrático, y que generan problemas. Pero ello puede ser contrarrestado con iniciativas hábiles, de parte de los gobiernos, para facilitar la integración del inmigrante mediante programas educativos y de información, como las que se practican ya en Holanda y algunos países escandinavos. Ése es el ejemplo a seguir.

De manera que sí hay esperanzas para el futuro de Cataluña. A condición de que, antes que nada, los que la queremos la salvemos de las paranoias nacionalistas.

© Mario Vargas Llosa, 2001. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2001.

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