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Columna
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La inexorable necesidad del otro

Cuando se habla de que ahora, en la posmodernidad, hemos perdido las referencias quiere decir literalmente esto: Hasta los años ochenta del siglo XX y durante más de dos siglos, a los niños se les podía pedir disciplina en nombre de alguna autoridad moral. Se les podía exigir simplemente que se callaran porque lo decía su padre. Eso bastaba porque el padre representaba una potestad en sí mismo, por adulto, por forzudo, por experimentado, por donador de vida, por legado social. El valor simbólico del padre se proyectaba sobre el alma infantil y configuraba su futuro. Ahora, a menudo, el padre queda desautorizado no sólo por la voluntad del hijo sino por la decisión del futuro. Los juegos infantiles servían para instruir sobre cómo serían las conductas más tarde o se marcaban sus reglas emulando los sistemas de los mayores. Lo contrario de lo que suele suceder ahora. Los game boys de Nintendo o Sega despliegan una sugestión de elecciones, requisitos y facultades que en nada se corresponden con el patrón que gobierna la vida de los padres. De esa manera, ante los ojos del hijo el modelo paterno aparece muy pronto caduco y desenfocado. Para adentrarse en la vida vale cada vez menos seguir las recomendaciones del progenitor a diferencia de como era en tiempos pasados.

No es fácil pedir que el niño calle (infans: el que no habla) en nombre del padre. ¿Que se calle, pues, en nombre de Dios? Dios ha pasado a formar parte de la ciencia ficción. Ni siquiera ha existido para la nueva juventud la necesidad de matarlo o de borrar su rostro mediante el ateísmo. Tampoco el agnosticismo es una actitud joven, lo que conllevaría haber atravesado una discusión compleja. Dios, simplemente, es un personaje de otro tiempo. Un superhéroe de los cuentos con los que se atemorizaban los padres. Tampoco, por tanto, posee Dios autoridad para mandar callar.

¿La Revolución, entonces? ¿El Pueblo? ¿La Raza? ¿La Democracia? Prácticamente ninguno de estos 'grandes relatos' que configuraban la enhiesta figura de El Otro (el que decide, señala, legisla, premia o castiga) se mantiene en pie. El Otro como referencia ha desaparecido del horizonte y hoy cada cual ha de arreglárselas con sus cosas. Existe, cierto, una vaga conciencia en torno al bien y el mal pero impera un general relativismo que permite cohabitar las religiones, los credos e ideologías gracias a la tibieza de la fe. Nada existe fuerte, distintivo y referencial.

De esa manera el individuo no sabe nunca del todo a qué atenerse y en qué grado suficiente ha cumplido con el deber. Actualmente hay 700 millones de deprimidos en el mundo, la mayoría en el mundo occidental. Dos veces más deprimidos de los que había en 1950. Día tras día se incrementa el número de personas que ven debilitada su autoestima y la mayoría sufren la insuficiencia de un reconocimiento superior. No la fama, la fortuna o las medallas, sino el reconocimiento de algún referente llegado desde la voz de El Otro que dé paz por sus logros, facilite el acuerdo con lo real, apacigüe respecto a las responsabilidades. El estrés y la soledad son dos de los principales agentes depresógenos, según los especialistas. El estrés hace mención a las prisas, la sobrecarga emocional en el trabajo, la tensión por ser más sin saber nunca hasta dónde. La soledad, por su parte, evoca la ausencia de la otredad, la falta de comunicación con los demás y la opción de adquirir así, mediante el trato y la información del prójimo, una referencia menos subjetiva. El estrés y la soledad descomponen la personalidad, disgregan la conciencia de sí mismo, desbaratan la medición del proyecto, generan ansiedad.

Hace apenas veinticinco años la familia tenía mala fama. Se estimaba que a través de ella se inculcaban los valores burgueses y se prorrogaba la cultura de la represión. Pero ahora la familia se ha liberado. Se ha liberado de la sexualidad procreadora, del matrimonio, de la vieja dependencia paterno filial. Simultáneamente, han triunfado la democracia y las vanguardias artísticas. Pero ahora, también, la libertad -en el sexo, en la política, en el arte- anda errante, triste, deprimida. ¿La libertad?

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