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Columna
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Las plagas de Egipto

Según el libro del Éxodo (7-12), Yavé, para forzar al faraón a que permitiese a los israelitas salir hacia la Tierra prometida, castigó a Egipto con diez plagas. Eran estas: la conversión en sangre del agua del Nilo; tres oleadas sucesivas de ranas, mosquitos y tábanos; la muerte repentina e inexplicable de muchos animales domésticos; una epidemia que cubrió de llagas a los hombres; una nube de langostas que devoró las cosechas; una tormenta que aplastó los cultivos que quedaban; una niebla espesísima que cubrió el país durante muchos días; por fin, no contento con ello, hizo morir a todos los primogénitos en una noche. Los pueblos de la Biblia eran crédulos, mucho más de lo que se suele ser en estos días. También sabemos que a menudo el texto bíblico está escrito de forma metafórica, por lo que no se le puede tomar ad pedem litterae. Y, en fin, la cultura bíblica, que para cualquier anglosajón es una constante de su vida porque asiste regularmente -en la iglesia o en la pantalla del televisor-, a sesiones de hermenéutica del texto sagrado y hasta tiene un ejemplar del mismo en la mesilla de cualquier hotel, para nosotros, para los latinos de cultura católica, suena a antigualla alcanforada. Nunca he entendido esta limitación: la Biblia, con independencia de su sentido religioso, es una parte fundamental de nuestra cultura sin la cual casi todo el arte y la literatura anteriores al siglo XVIII resultan simplemente incomprensibles. Si se tuviera un poco de sentido común, lo que antes se llamaba Historia Sagrada sería de obligado aprendizaje en la ESO.

Pero a lo que íbamos. ¿Qué pasaría si de repente en una región del mundo, no necesariamente en Egipto, se acumulasen signos similares a los de las diez plagas citadas? Por ejemplo, si sus habitantes estuviesen enfrentados a cara de perro por las aguas del gran río y la sangre estuviese a punto de teñirlo de carmesí (de momento, metafóricamente; luego, ya veremos). Por ejemplo, si un mal misterioso, digamos una enfermedad como la encefalopatía espongiforme, estuviese acabando, de una o de otra manera, con su cabaña de ganado vacuno. Por ejemplo, si otra enfermedad misteriosa estuviese llenando de tumores a los hombres que hicieron cierta guerra, siquiera fuera como espectadores. Por ejemplo, si sucesivas nubes de langosta o de granizo, desde el incremento del precio del crudo hasta una inflación excesiva, estuviesen erosionando seriamente la economía. Por ejemplo, si miembros desprotegidos del cuerpo social sucumbiesen casi todos los días víctimas de los pinchazos de las balas o de las bombas lapa.

Por ejemplo, si una espesa niebla mediática lo hubiese cubierto todo de programas insustanciales y los ciudadanos fuesen incapaces de hacerse cargo de la situación. Por ejemplo, si el desánimo, que es una especie de muerte laboral, hubiese alcanzado hasta a los propios hombres de confianza del faraón, a los primogénitos del sistema.

Si todo esto ocurriese en alguna parte, el faraón, sin duda, acabaría tomando medidas. Y eso que hay que ponerse en su lugar. Él no es el único responsable de lo que está sucediendo, pues los israelitas llevan muchos años en Egipto y los faraones que le precedieron tampoco cedieron a las presiones de Yavé. Más aún: otros pueblos dominantes, por ejemplo los caldeos, también tuvieron cautivo al pueblo judío y se negaron igualmente a liberarlo. No importa. Al final, el faraón terminó cediendo y los israelitas cruzaron el mar Rojo cuando aquel se dió cuenta de que nunca podría vencer al dios de los judíos. Se equivocó: privados de la fuerza de trabajo de los israelitas, los egipcios entraron en una fase de decadencia mucho peor que las plagas de Yavé. La pregunta que ahora tenemos derecho a formularnos es la de qué piensa hacer nuestro faraón. También tiene en su tierra a muchos israelitas apresados por la incomprensión del pueblo que les acoje. La única diferencia es que estos, en vez de huir, lo que quieren es quedarse. Sorprendentemente, nuestro faraón pretende que se vayan, hasta el punto de acompañarles a la misma orilla del mar Rojo y pagarles el pasaje. Tal vez crea que así se arreglarán las cosas porque interpreta, erradamente, que las plagas que se abaten sobre su país son signos que le envía Yavé para expulsar a los israelitas.

Hemos crecido en la idea de que somos una sociedad tolerante, plurilingüe y multicultural. Hemos crecido en la idea de que la nueva economía requiere movilidad laboral. Hemos crecido en la idea de que la iniciativa personal sustenta el progreso. Si nuestros israelitas se van, la economía se hundirá porque la movilidad laboral en la escala baja del empleo depende de ellos. Si nuestros israelitas se van, la convivencia se degradará porque cada vez afinaremos más nuestros patrones de exigencia para separar lo propio de lo ajeno. Si nuestros israelitas se van, el contraste de pareceres aún se difuminará más porque sólo tendremos acceso a una versión de la verdad. Si nuestros israelitas se van, nuestros primogénitos se convertirán en meros ejecutores ciegos de órdenes absurdas porque el papel de equilibrio representado por la función pública perderá todo sentido (no es una casualidad que quienes ayudan a los náufragos de las pateras son los guardias civiles y quienes los asesinan, mafias 'privadas'). Contra lo que algunos sostienen, hasta ahora el faraón no lo ha hecho todo mal, ni mucho menos. Las plagas que le agobian son simplemente el resultado de una combinación de mala suerte y de errores de gestión. Pero estamos en un momento en el que parece que se le han olvidado las ideas en las que todos, nosotros y él mismo, hemos crecido. Ahora debe creer que la marcha del mundo no puede ser enmendada por la razón humana y que Yavé interviene caprichosamente en las pequeñas futilidades de los hombres. Nuestro faraón quiere convertir a los israelitas en chivos expiatorios de sus propias desventuras, jaleado por quién sabe que extraños asesores áulicos. El acierto de España ha consistido en saber superar la intolerancia que históricamente dio pie a la Inquisición y a la expulsión de los judíos y en construir un modelo de convivencia, imperfecto sin duda, pero mejor que los anteriores, al menos desde la confederación medieval que se llamó Corona de Aragón. Sería gravísimo que el faraón o sus sucesores no lo tuvieran en cuenta. Y es que, como persista en el decreto de expulsión, entonces sí que habrán comenzado las plagas de verdad.

angel.lopez@uv.es

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