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Columna
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Libertades

El problema más importante de los demócratas es la libertad. Los dictadores de distinta raza (tiranos, terroristas, profetas de la verdad, manipuladores mediáticos) se preocupan por los recursos del autoritarismo, por los códigos sociales de control y por las artes de la tortura. El legendario y desempolvado Melitón Manzanas no se preguntó nunca por el sentido de la libertad, no perdió un minuto en los matices de tan asendereada palabra, cosida y puesta del revés mil veces, hasta convertirse en una paradoja semántica muy capaz de nombrar a un sentimiento y a su contrario. Según quedó en la leyenda de la posguerra y el franquismo, el trabajo de Melitón consistía en la búsqueda de las certezas metódicas y sus relaciones con los puñetazos, la electricidad y la pistola. Nunca se planteó el miedo a la libertad, ni la famosa pregunta ¿libertad, para qué?, porque llenar de contenidos e intenciones el significado de esta ambición es sólo una tarea de demócratas, un camino perpetua e innecesariamente abierto. Aunque algún pánfilo vestido de viejo ilustrado se escandalice ante los que cuestionan el sentido de una palabra clave, libertad, ¿para qué?, la cultura democrática actual depende de la vitalidad de esta pregunta.

Más que una equivocación sorprendente, el cese del director general de Telemadrid por culpa de un reportaje sobre el terrorismo es una verdadera señal de alarma. La dinámica terrorista de ETA puede provocar un doble atentado contra la libertad: el de los asesinos y el de unos gobernantes que caigan en la tentación de aprovecharse de la barbarie para justificar el autoritarismo y la parcialidad informativa. Por fortuna, la rotundidad democrática ha significado en los últimos tiempos una toma de conciencia del peligro que corren muchos ciudadanos vascos ante la violencia fascista de los que queman autobuses, impiden la libertad intelectual y amenazan a todo el que no sigue su voluntad de sometimientos y silencios. La actitud permisiva y cómplice del PNV, tanto en su responsabilidad institucional como en sus ambigüedades políticas, es absolutamente criticable. Pero la libertad democrática exige también un propósito de autovigilancia, porque la barbarie ajena no puede desembocar en el autoritarismo informativo. Tampoco puede dar pie a una reescritura del pasado, una negación de la dignidad colectiva que convierta a Luis Carrero Blanco o a Melitón Manzanas en ciudadanos de mérito, símbolos morales de nuestra convivencia.

Ruiz-Gallardón se ha sacrificado finalmente al proyecto político del PP: el control férreo de un vacío. El liberalismo conservador pretende controlar una escena de poder vacío por la que puedan moverse sin obstáculos los intereses financieros. No es raro que el autoritarismo mediático coincida con la desarticulación social del gobierno, incapaz de dar respuesta a los problemas urgentes de la sociedad española. Se trata del amurallamiento informativo de las manos libres, de una renuncia autoritaria al poder político. Y el poder es más peligroso que nunca cuando se queda vacío, porque deja sin amparo a la libertad, en una ocupación privada de los escenarios públicos. Telemadrid es ahora un submarino nuclear tan dañino como el Tireless.

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