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Entusiasmo

Tengo que reconocer que soy una entusiasta del entusiasmo. No del que corre tras el futuro desde la pobreza del presente, ni tampoco del frenético de la música trepidante que palpita en el cuerpo de los jóvenes hasta altas horas de la madrugada, sino del que baña con un hálito de esperanza, sosiega el ánimo y se saborea en silencio. Aunque también sea efímero dura más que los otros porque no despega tan alto y puede volar rasando la vida cotidiana.La verdad es que estuve una temporada avergonzada por ello porque pensé que era un sentimiento de adolescente, pero después me tranquilizó una opinión de Larra, para quién sólo las personas muy superiores o muy estúpidas no se admiran de nada. O sea, que queda un amplio espacio de normalidades que pueden admirar sin problemas. No es que la admiración y el entusiasmo sean voces unívocas o equivalentes, pero sí creo que son primas hermanas, pues la una lleva a la otra, las dos tienen la misma edad y proporcionan el mismo placer.

En realidad, todos los grandes hombres y mujeres han tenido que pasar por ambas, y, con tantos adelantos de las ciencias, quién sabe si conseguiremos por fin dejar de comer porquerías para que, incluso los que estamos bien maduritos, podamos llegar a centenarios sabios con neuronas de adolescentes.

El milagro se produce cuando las personas cultas transmiten el entusiasmo y los menos cultos caemos rendidos. Hace pocos días, y por poner un ejemplo reciente, volvió a Sevilla el profesor Fernández Álvarez para dar unas conferencias, y puedo asegurar que tenía al público entusiasmado. Y también admirado. Si para don Manuel son sólo temas estudiados y repetidos, no cabe duda que transmite recuerdos de otros sentimientos y con gusto. Es la mejor pedagogía posible. Ojalá fueran muchos los profesores capaces de conseguirlo; este país alcanzaría entonces las metas que se propusiera (perdón por mi entusiasmo).

Como casi todo, acaba siendo cuestión de voluntad: sólo haría falta televisar a una hora punta este tipo de conferencias para que la gente se aficionara a ellas tanto como a los programas del corazón; pero, repito, hace falta voluntad de conseguirlo.

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