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El misterio de Romano Prodi

Xavier Vidal-Folch

"Pero, Romano, por favor, ¡estamos hablando de política exterior!". Así, displicente y conmiserativo, el presidente francés, Jacques Chirac, acalló al titular de la Comisión, Romano Prodi, durante uno de los ágapes de la última cumbre de Biarritz. Prodi pretendía estampar su firma, junto a la de los quince líderes, en la declaración del Consejo Europeo sobre el Oriente Próximo. Pero nadie le apoyó.El professore tenía un buen argumento para justificar su petición: la Comisión goza de competencias de ejecución en la nueva PESC (Política Exterior y de Seguridad Común). Pero ni siquiera le dieron opción a desarrollarlo. El episodio indica hasta qué punto Romano Prodi está solo. Apenas cuenta en las grandes decisiones de la Unión Europea (UE), lo que constituye un drama de mayor cuantía. ¡Cuánto se añora un Ejecutivo enérgico, influyente y capaz de arbitrar en días clave como las vísperas de esta decisiva cumbre de Niza que empieza hoy¡

La soledad del político italiano constituye un misterio sorprendente. Hace apenas un año y medio, durante los estertores del equipo de Jacques Santer, Prodi aparecía como la gran esperanza. Era, unánimemente, el deseado, el taumaturgo que debía sacar a Bruselas del callejón sin salida al que le había conducido la más grave crisis institucional sufrida por la Europa comunitaria desde su fundación.

Y no sin razones. Su perfil se presentaba como la gran síntesis pragmática de casi todas las corrientes ideológicas decisivas del Viejo Continente: de raíces democratacristianas, había gobernado en Italia por vez primera con los poscomunistas, enlazaba con la socialdemocracia light a través de la tercera vía impulsada por Tony Blair, y su pequeño partido se afiliaba al Grupo Liberal del Parlamento Europeo. Por todo ello, a nadie molestaba con sesgos partidistas inquietantes. Una virtud esencial para caminar sobre las tormentosas aguas cruzadas de una Cámara rebelde, pronto con mayoría conservadora, y un Consejo de hegemonía socialdemócrata, cada vez más celoso de las competencias nacionales, pero deseoso de contar al frente del Ejecutivo con uno de los suyos, con quien hablar de tú a tú, como ocurre entre los viejos socios del mismo club, que ya conocen y comparten gustos y manías.

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Pero, sobre todo, Prodi llegaba a Bruselas con un impresionante, aunque breve, currículo en la política italiana. No sólo supo inventar una mayoría inédita en torno al Olivo, sino que tomó decisiones valientes orientadas a recolocar a su país en el protagonismo europeo que histórica, cultural y económicamente le corresponde. Aceleró el saneamiento de las finanzas públicas para incorporarse al grupo de vanguardia de la moneda única -un objetivo, recuérdese, ante el que casi todo el mundo se mostraba escéptico-; ultimó las medidas legislativas y administrativas para ingresar en el sistema Schengen, que amplía la libre circulación de los ciudadanos; encabezó la operación militar que pacificó Albania, y desempeñó un papel de vanguardia en la revisión del Tratado de Maastricht, pugnando porque el nuevo texto de Amsterdam ampliase el ámbito de decisiones adoptadas por mayoría cualificada. Pese a algunos fallos, como su incapacidad para modernizar las empresas públicas y privatizarlas, logró que Italia volviese a brillar con luz propia.

Aunaba, además, la inequívoca condición de sureño con la pátina anglosajona proporcionada por sus estancias en la London School of Economics y el Stanford Research Institute; la historia en la Administración pública con la experiencia de la asesoría a la empresa privada; el prestigio del profesor universitario con la aureola del economista eficaz; la pasión mediterránea por la cultura, con una moderación calvinista en el comer y el beber; una trayectoria que exhibía convicciones, con una probada habilidad para el regate en corto; la plácida apariencia del obispo bonachón con la joven afición medioambientalista a la bicicleta (o al humilde transporte público en su primera visita oficial a Londres). Y todo ello empaquetado con un sentido de la autoironía, insólito en la civilización católica, que le indujo a escoger la simpática tozudez del asno como mascota electoral. ¿Quién daba más?

Y sin embargo...

Sin embargo, en su primer año como presidente, la Comisión Europea ha estado ausente -o, en el mejor de los casos, como testigo prescindible- ante las grandes crisis del año 2000: la evolución del euro, el aumento de los precios del petróleo, la revolución yugoslava y el estallido del Próximo Oriente.

Sin embargo, las principales propuestas que el equipo de Prodi ha lanzado sobre la arena se han saldado con interrogantes o notorios fracasos. Los primeros pasos para la reforma interna de la burocracia comunitaria, diseñada junto con el vicepresidente Neil Kinnock, han arrojado a muchos de los mejores funcionarios al infierno de la desconfianza y el desánimo. La sorpresiva invitación al coronel Gaddafi para visitar Bruselas, sin encomendarse a Dios ni al diablo, irritó -soterradamente- a los gobiernos. La Comisión se distanció de las probablemente idealistas sanciones gubernamentales contra Austria a raíz del acceso al Gobierno del partido xenófobo de Jorg Haider, pero no supo plantear alternativas más eficaces con que defender, al menos, los principios democráticos; el argumento de que es una mera "guardiana de los Tratados" no excusa su pasividad, pues le compete redactar dictámenes y efectuar recomendaciones. La pretensión de fijar una fecha fija para la ampliación al Este concluyó en un compromiso bastante etéreo de los Quince, el de "estar preparados" para acoger a eventuales nuevos socios en el 2003.

La voluntad de ampliar el temario de la Conferencia Intergubernamental (CIG) que debe reformar este fin de semana las instituciones de Maastricht-Amsterdam se ha abierto tímido paso, pero más por la querencia de algunos gobiernos (y por la tozudez de los hechos: el no danés al euro resucitó la urgencia de las "cooperaciones reforzadas") que por los esfuerzos de Bruselas. Y la pretensión de convertir, desde esta CIG, a la futura Comisión en un equipo muy reducido -menos comisarios que países-, más supranacional, que encarnase un verdadero embrión de Gobierno europeo, ya ha naufragado por falta de pedagogía, de debate, de convencimiento a los Estados miembros.

¿Por qué tanto fiasco? Las causas se acumulan. Está la dificultad intrínseca de la poltrona. Muchos predecesores del professore han pasado a la historia sin pena ni gloria, mera anécdota. Está también la deriva interguberna-

mentalista de la Unión, que se explica por el vértigo al continuo vaciamiento de las competencias esenciales de la soberanía nacional propias del Estado-nación (aduanas, moneda), y en consecuencia, la creciente resistencia a traspasar las que quedan en sus manos (diplomacia, Ejército) a una autoridad supranacional. Está el letargo de la locomotora franco-alemana -peor ahora, en los minutos previos a Niza: el encono-, que deja a Bruselas sin bastón en el que apoyarse; muchos de los éxitos de Jacques Delors se debieron a que éste pudo y supo trenzar complicidades con Helmut Kohl y François Mitterrrand. Son las razones objetivas, difícilmente soslayables, del actual paisaje.

A ellas debe añadírsele que las dos grandes prioridades por él elegidas para su mandato -aunque exigidas por la coyuntura y establecidas de acuerdo con los primeros ministros- entrañan muy escasa capacidad de generar pasiones populares y de movilizar a la ciudadanía, pese a ser imprescindibles. En efecto, la reforma administrativa de la eurocracia se percibe por la opinión como algo lejano, abstruso o ininteresante. Y el proceso de ampliación de la UE al Este, como una apuesta a largo plazo, que incluye un deber moral e histórico, sí, pero aparece cargada de incógnitas, en un periodo histórico en el que por desgracia crece el "miedo al otro" y la presión demográfico-migratoria de los países vecinos suscita reacciones endogámicas o xenófobas.

Pero está también lo que seguramente constituye el gran error personal de Prodi, sólo imputable a él mismo, el de creerse jefe de un auténtico Gobierno e ignorar el enorme cúmulo de mediaciones que debe torear la Comisión. Interrogado por este asunto, respondió en una ocasión: "¿Qué soy, pues, un farmacéutico? ¿Qué es esta casa, una farmacia? ¿Pero claro que es un Gobierno, porque yo tengo poderes de Gobierno, tengo poderes ejecutivos". El problema radica en que la Comisión es, al mismo tiempo, más que un Gobierno nacional -por el extenso ámbito territorial en el que ejerce sus funciones- y mucho menos que cualquiera de ellos, porque no puede gobernar por decreto, porque necesita más imperiosamente el acuerdo de las otras instituciones (Consejo y Parlamento) y, sobre todo, porque se ve impelida a fabricarse dentro de ellas mayorías ad hoc, cuando a los ejecutivos nacionales se les supone en general respaldados por una mayoría parlamentaria automática.

Convencido de su liderazgo institucional, lleno de fe en las proclamas de los gobiernos que propugnaban un presidencialismo en Bruselas y acostumbrado al ejercicio romano del poder, Prodi aterrizó en la capital belga y empezó a actuar no como jefe de una institución -fundamental- de la UE, sino casi como presidente de Europa. Tras salvar con extrema habilidad los numerosos escollos de la ratificación parlamentaria, prodigó los ambiciosos gestos mediáticos, como una sorpresiva visita a Bill Clinton en Washington o el peregrinaje al campo de concentración de Auschwitz. Enseguida cometió errores de bulto propios de quienes están convencidos de que las apariencias del poder -algo nunca negligible, como demostró toda su vida Charles de Gaulle- son mucho más decisivas que el ejercicio discreto y eficaz de los poderes. Se negó a asistir a los Consejos de Asuntos Generales (ministros de Exteriores) y a los Ecofines (ministros de Economía y Hacienda), los foros en los que se maduran las grandes decisiones, a los que Delors echaba continuos pulsos, peleándose, convenciéndoles, ganando unas veces y perdiendo otras.

Unos dicen que por vanidad, otros que por error de cálculo, quiso colocarse así, mediante su ausencia, por encima de los ministros más influyentes, y equipararse sólo con los jefes de éstos en las cumbres del Consejo Europeo. Cuando se avino, este otoño, a personarse en el Ecofin, hizo el guiño a medias, rehuyó compartir la conferencia de prensa con el ministro francés, Laurent Fabius, el presidente de turno. En cualquier caso, el gesto de asistir fue tardío. Los ministros no ocultan su descontento y desconfianza. Y los jefes de Gobierno, encantados de haberse conocido, refuerzan su tendencia a convertir al Consejo Europeo, es decir, a sí mismos, en clave de bóveda de la construcción europea.

De modo que el enamoramiento entre Prodi y el Consejo, sus padrinos, ha durado lo que una estrella fugaz. Sólo ante el Parlamento de Estrasburgo conserva predicamento, lo que plasma su ruptura del equilibrio institucional que no obstante, en plena ortodoxia doctrinal europeísta, predica con ahínco.

En su discurso más ambicioso, pronunciado ante la Cámara el pasado 3 de octubre, el professore criticaba con acierto el creciente intergubernamentalismo y el progresivo arrinconamiento del "método comunitario". Contenía dos propuestas concretas: la integración de la figura del Míster PESC o Alto Representante para la Política Exterior de la Unión dentro de la Comisión -bajo sus órdenes-, y la conversión de ésta en la voz de la política económica común. Fueron interpretadas como producto de los celos corporativos o de las ansias competenciales y como extemporáneas, pues la comunitarización de estas funciones se producirá, en el mejor de los casos, a largo plazo, tras un rodaje intergubernamental suficiente, como ha sucedido con el convenio de Schengen.

Y lo que es peor, entre los gobiernos cundió la acusación de incoherente, pues Prodi fue coautor, en su calidad de presidente del Consejo italiano, del Tratado de Amsterdam, que configuró la actual figura de míster PESC, y corresponsable inicial, también, de la delicada e insuficiente arquitectura establecida entre el Ecofin, el Eurogrupo y el Banco Central Europeo para representar la voz de las políticas monetaria y económica de la Unión. Algunos consideran que sus dos nuevas propuestas son además retóricas o nimias, porque su autor ni siquiera se atrevió a plantearlas formalmente a la CIG, que debate precisamente los problemas institucionales de los Quince. ¿Acaso no habría sido más útil a todos batirse por restaurar el agrietado puente París-Berlín?

Todo eso es lo que late tras la vengativa frase de Chirac: "Pero, Romano, por favor, ¡estamos hablando de política exterior!". O sea, professore, no moleste.

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