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Entrevista:MATT RIDLEY Divulgador científico

"Los padres se darán cuenta de que no saben qué genes quieren para su hijo"

Javier Sampedro

Matt Ridley ha logrado vender en Estados Unidos 60.000 ejemplares en pasta dura de su último libro, Genoma. La autobiografía de una especie en 23 capítulos, y ello a pesar de dos serios obstáculos: primero, que se trata de un libro de alta divulgación científica, y segundo -y pese a lo anterior-, que no contiene un solo párrafo copiado de otro autor. El escritor achaca su éxito a la suerte, pero es obvio que miente como un británico. Los lectores interesados en la revolución genómica lo tendrán muy difícil para encontrar una exposición más brillante, profunda y transparente que este libro recién editado en castellano por Taurus.Ridley, de 42 años, es doctor en biología por la Universidad de Oxford y ejerció el periodismo científico en The Economist y otras publicaciones británicas hasta 1992. Su truco: "No hay que ser paternalista con el lector, sino llevarle de la mano hasta las fronteras del conocimiento para que eche un vistazo a lo que hay fuera. La ciencia de vanguardia no trata sobre el conocimiento, sino sobre la ignorancia". Ya lo saben.

Pregunta. ¿Está la especie humana evolucionando ahora mismo?

Respuesta. Sí, pero no sabe hacia dónde. La evolución humana siguió una dirección consistente en el pasado -más cerebro, menos pelo, más erguimiento-, pero no ahora. Hace unas cuantas generaciones, una ventaja selectiva podía ser la resistencia a la tuberculosis, pero eso ya no cuenta. Como dice Richard Dawkins, la principal ventaja selectiva en nuestras sociedades actuales es la incompetencia en el uso del preservativo.

P. Cuando los científicos hayan descubierto 10 o 20 marcadores genéticos asociados a la alta inteligencia, ¿qué les pasará a las personas que no los tengan?

R. Espero que nada, porque yo debo de ser una de esas personas. El 99% de la gente no llevará esos marcadores, y no veo ninguna razón para discriminar al 99% de la gente. De hecho, los padres, los maestros, todos los seres humanos hemos detectado siempre, sin mayores problemas, quiénes de entre nosotros están dotados de un talento especial, no necesitamos marcadores de ADN para eso.

P. Bueno, pero cuando los haya no hará falta esperar a que la niña agarre un violín o un libro de física. Ni siquiera habrá que esperar a que nazca.

R. Aún así, los marcadores tendrán un poder predictivo más bien borroso. Es bastante probable que en Estados Unidos, dentro de poco, una pareja se siente con un especialista en genética humana para tratar de decidir qué combinación de genes quiere para su hijo... ¡y no logre aclararse entre todo ese cisco monumental de marcadores genéticos complejos!

P. ¿Y qué hay de los marcadores para, digamos, la tendencia a la drogadicción?

R. Eso es más interesante, porque afecta a la distinción entre curar una enfermedad innata y mejorar los genes que afectan a cualidades humanas como la inteligencia y la belleza. Lo primero está mejor aceptado que lo segundo, pero la línea de separación es muy difusa. El caso de la tendencia a la drogadicción es un buen ejemplo de esa difuminación entre ambos conceptos.

P. ¿Y bien?

R. Ahora mismo sería bastante fácil tomar una decisión sobre qué genes preferir para un hijo, porque disponemos de muy poco donde elegir: un marcador para la drogadicción, un par de ellos para la inteligencia, tres o cuatro para una enfermedad u otra. Pero dentro de muy poco habrá 30.000 o 40.000 de esos marcadores, y entonces los padres se sentarán en la consulta, el médico les tenderá un inacabable listado de posibles variantes genéticas y ellos empezarán a ver: hmm, esta combinación da bajito, un poco más listo que la media, bien dotado para la música, nariz grande, esta otra da vista aguda, pelo castaño y... ¡maldición, una marcada propensión a la obesidad!, y así millones de combinaciones posibles. Los padres, sencillamente, se darán cuenta de que no tienen la menor idea de qué genes quieren para su hijo.

P. O sea que, puestos a seleccionar las características del hijo, más vale darse prisa.

R. Sí. Cuanta más información genética exista, menores serán los peligros de la selección genética.

P. Una de las grandes sorpresas de la genética contemporánea ha sido la extraordinaria estabilidad, en todas las especies animales, de los genes que dirigen el diseño del cuerpo. ¿Qué nos está diciendo esto?

R. Que todos los animales estamos corriendo el mismo programa en el mismo ordenador. No hay Macintosh en la naturaleza: todo es Microsoft. Es algo que nunca hubiéramos podido predecir sobre el sistema que rige la construcción de un animal, un tipo de sistema que los humanos nunca hemos inventado. Nuestras cámaras de vídeo son analogías útiles de los ojos, nuestros aviones lo son de las alas, etcétera, pero no disponemos de ninguna analogía similar para una máquina capaz de autoensamblarse, y eso es lo que es el desarrollo de un animal, de cualquier animal. En cualquier caso, la estabilidad evolutiva de estos genes muestra con gran fuerza que la evolución inventó una sola vez el primer animal segmentado y todos somos meras variaciones sobre ese tema.

P. Según las últimas estimaciones, la especie humana tiene menos de 40.000 genes, sólo el doble que un minúsculo gusano. ¿Qué quiere decir esto?

R. Son malas noticias para nuestra autoestima, la verdad. Y abren una crisis de información. Los modelos del tipo un gen-un efecto son demasiado simples. La bioinformática tiene que volverse mucho más interesante, sutil y sofisticada para entender cómo los genes se afectan unos a otros.

P. El cerebro humano tiene 100.000 millones de neuronas, y 1.000 billones de conexiones sinápticas. ¿Cómo se puede construir todo eso con menos de 40.000 genes?

R. Parece imposible, en efecto, pero la respuesta tiene que estar en la combinatoria. Las formas distintas de combinar 40.000 genes son casi ilimitadas. Cada gen, además, produce varias proteínas distintas.

P. Los científicos chomskyanos creen que el cerebro está compuesto por muchos órganos mentales especializados (en hablar, en ver, en apreciar la música, etcétera). Sus oponentes, más próximos a la inteligencia artificial, aducen que faltan genes para diseñar todo eso. ¿Ha venido la genómica a darles la razón?

R. No. La idea de que el cerebro empieza como una tabula rasa no ha resistido el paso del tiempo. El cerebro está hecho de módulos especializados, de órganos mentales diseñados para un propósito concreto. Si un cerebro no tiene una región especializada en el lenguaje, como la famosa área de Brocca, no puede aprender a hablar. Por supuesto, estos módulos son plásticos, flexibles: una persona los usa para aprender inglés, otra para aprender español. Pero las áreas de la visión serían muy malas aprendiendo a hablar. Debe haber algo especial en el diseño del área de Brocca, algo que le permite utilizar automáticamente las reglas generales del lenguaje.

P. Y ese algo tiene que estar en los genes.

R. Sí.

P. O sea, que es usted un chomskyano.

R. Puede escribirlo así. No creo que Chomsky proteste.

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