El gato bajo la lluvia en Bellaterra ENRIQUE VILA-MATAS
Fui a Bellaterra a dar una charla sobre el cuento. Me había olvidado de lo agradable que es el trayecto en tren por esos lugares -Vallvidrera, Sant Cugat- que antaño tuvieron un cierto encanto. Durante el trayecto, por otra parte, recuperé la memoria de aquellos tiempos en los que me fascinaban las niñas que vestían uniformes de colegios caros.Parece que va a llover, dije al entrar en el aula. Era un mediodía gris de primavera, pero no existía amenaza clara de lluvia. Si dije que parecía que iba a llover fue para que los estudiantes empezaran a entrar en el cuento que pensaba leerles. No voy a limitarme a hablaros del relato breve en general, dije a los estudiantes, pienso aprovechar que os tengo aquí para que me ayudéis a entender un cuento de Hemingway que nunca he entendido del todo. Es más, añadí (aquí más de uno me miró con espanto), voy a convertiros en carne de cuento, o tal vez de crónica, porque lo que suceda a lo largo de la próxima hora en esta aula pienso contarlo por escrito.
Me pareció que, conscientes de que podían convertirse en material literario, los estudiantes se olvidaron de cualquier tentativa de dormirse en clase, y algunos hasta me sostuvieron la mirada, desafiantes; otros parecían preguntarse qué me proponía hacer con ellos. El cuento de Hemingway, dije, se titula El gato bajo la lluvia. Hace ya muchos años, cuando leí que García Márquez consideraba este cuento el mejor que había leído en toda su vida, me precipité a leerlo, y no lo entendí, volví a leerlo de nuevo y aún lo entendí menos. Durante años me quedaba medio avergonzado si recordaba de pronto que un día había leído el mejor (según García Márquez) cuento del mundo y no había sido capaz de entenderlo o, mejor dicho, de no entenderlo mucho, siempre lo había entendido algo, pero no del todo, y lo que, en cualquier caso, ni poco ni mucho había podido entender nunca era que ese cuento fuera el mejor del mundo.
Como es muy breve, no tardé casi nada en leerles el cuento, no sin antes advertirles de que, tratándose de un relato de Hemingway, había que tener presente que el autor fue un maestro en el arte de la elipsis y que lograba siempre que lo más importante de la historia nunca se contara. Es decir, que la historia secreta del cuento se construía con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. Eso explicaría que el relato pudiera parecer trivial -una pareja de jóvenes americanos, de viaje por Italia, están en un cuarto de hotel: mientras él lee en la cama, ella se encandila de un pobre gato al que ve bajo la lluvia y dice que le gustaría tener un gatito que se acostara en su falda-, aunque no lo es si sabemos que Hemingway puso toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta.
Les dije a los estudiantes que, por favor, me ayudaran a encontrar cuál podía ser la historia secreta que se desprendía de aquel cuento aparentemente tan banal y que siempre me había resultado bastante incomprensible. Tras un minuto de silencio, una chica rompió el fuego hablándonos de otro cuento parecido de Hemingway en el que se hablaba de turones y elefantes blancos y en realidad la historia secreta era el embarzao de una mujer y su deseo callado de abortar. Otra chica nos habló de la insatisfacción (tal vez sexual) de la joven que quería un gato. Tal vez esa insatisfacción, dijo, era lo que recorría de arriba a abajo el cuento. Un estudiante añadió que tal vez en la protagonista de El gato bajo la lluvia había un deseo oculto de maternidad. Ella, dijo por último otra estudiante, ya ha visto satisfecho su deseo y va en busca de otro nuevo: en este caso, un gato.
Me di cuenta de que, gracias a los estudiantes, entendía mejor que antes el cuento, aunque seguía sin entender que pudiera ser el mejor cuento del mundo. De pronto, se me ocurrió pensar que tal vez no había que interpretar nada en aquel relato de Hemingway, quizás el cuento era completamente incomprensible, y ahí radicaba la gracia. Les conté a los estudiantes el final del cuento o de la crónica que escribiría por la tarde: yo regresaba a casa y daba vueltas a sus interpretaciones del cuento y de pronto descubría que aquel relato era simplemente incomprensible. Cuando leo algo que entiendo perfectamente, les dije, lo abandono desilusionado. No me gustan los relatos que se balancean peligrosamente en el abismo de lo obvio. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre.
La segunda estudiante que había hablado levantó la mano. Me dijo que le parecía muy bien que hubiera encontrado el final de mi cuento o de mi crónica, pero que me recomendaba que lo que escribiera fuera comprensible para el lector. Y aquí estoy yo ahora sin entender nada, ¡pero nada!, salvo esta crónica.
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