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Regreso a la Catedral

Santiago Segurola

A Txetxu Rojo todo le resultó más fácil como futbolista. Zurdo exquisito, jugó 18 temporadas en el Athletic, adonde volverá la próxima temporada como entrenador. Ha tardado más de lo previsto en un personaje mítico en el club bilbaíno. Era un interior reconvertido en extremo que se distinguía por la elegancia de su estilo, sereno y altivo, alentado además por una fotogenia incomparable. No sólo jugaba muy bien, sino que en las fotos salía como nadie.

No le faltaba carácter. O por lo menos, no concedía con facilidad. Le llamaban Polvorilla por su carácter nervioso, del que pueden dar cuenta algunos laterales, unos cuantos árbitros y la tribuna principal de San Mamés. Le costaba aceptar ciertas impudicias del fútbol. Jamás corrió a por un balón que no pudiera alcanzar, cosa que le generó enemigos en los sectores más claudicantes de la hinchada del Athletic. Con los árbitros nunca se entendió bien, y especialmente con Guruceta, con el que se las tuvo tiesas en más de una ocasión. A Rojo le pegaban los defensas, y él pedía una justicia que no le daban. Porque Rojo no podía tirar patadas. Ni podía, ni quería. Lo suyo era jugar, y eso lo hacía de maravilla. No era rápido para jugar en la raya, pero entendía toda la trama de fintas, amagues y regates para sobrevivir como extremo. Si lo hizo durante 18 años, eso habla mejor que cualquier otra cosa sobre las condiciones de un futbolista que nunca logró un título de Liga.

Un conflicto con Clemente en su último año de contrato le privó de jugar una temporada más en el Athletic, justo cuando el equipo bilbaíno conquistó el campeonato de Liga. Se retiró en 1982, en un partido de homenaje en el que participó la selección inglesa, nada menos. De aquel partido se recuerda la emoción de la despedida de un mito y la fastuosa actuación de un jovencísimo Zubi, hasta entonces muy criticado por la afición.

Rojo comenzó entonces una sinuosa carrera como entrenador. Estaba llamado, o eso parecía, a dirigir algún día al primer equipo. Siguió, por tanto, todos los pasos necesarios. En Lezama entrenó con éxito a los juveniles del Athletic, especialmente a aquel equipo que encabezaban Garitano, Alkorta y Mendiguren. A ellos se unió Urrutia en el Bilbao Athletic, el segundo equipo del club. Por entonces jugaba en la Segunda División. La gente acudía en masa para ver a uno de los equipos que mayores esperanzas ha despertado en San Mamés. El problema de aquellos jugadores, y de Txetxu Rojo, es que se vieron envueltos en el seísmo que provocó el caso Clemente-Sarabia.

La fractura alcanzó a todos los órdenes del club. Por el camino, terminaron devorados presidentes, entrenadores y futbolistas. Rojo, que apuntaba como primer entrenador después de su aprendizaje con Kendall, fue víctima de las elecciones. Arrate le eligió como entrenador, pero ganó José Julián Lertxundi, de la mano de Javier Clemente. Desde entonces, y han pasado diez años, Rojo ha peregrinado por varios equipos hasta encontrar la oportunidad de regresar a San Mamés.

No ha sido fácil. Ha pasado por momentos agradables, como la final de Copa que disputó aquel Celta de Cañizares y Gudelj, y por etapas terribles, especialmente la que atravesó con Osasuna en Segunda División. Desapareció durante algún tiempo, y pudo pensarse que su carrera para el gran fútbol había terminado. Pero volvió. Funcionó en el Salmanca y fichó por el Zaragoza, un club de prestigio que venía de atravesar por un difícil periodo tras la marcha de Víctor Fernández. Llegó con fama de entrenador defensivo, etiqueta que a Rojo le saca de quicio. Asegura con las alineaciones en la mano que su ideal es un equipo compensado donde abunde la calidad. Contra las críticas, ha prosperado con un Zaragoza solvente, un equipo con jugadores veteranos que se han sentido liberados bajo la dirección de un hombre que ha alcanzado, por fin, el éxito definitivo como entrenador.

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