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Las elecciones y la lealtad constitucional

En una versión secularizada y devaluada de la doctrina medieval de los dos cuerpos del rey, Aznar realizó el pasado domingo el travieso ejercicio de desdoblar su personalidad como presidente del PP y como presidente del Gobierno en el viaje a Melilla y Ceuta organizado y pagado por su partido para dar el chupinazo de salida a la carrera hacia las urnas. El demediado candidato popular y jefe del Ejecutivo no sólo deseaba hacer honor tardío al compromiso -adquirido en 1996- de visitar las dos ciudades norteafricanas cuando llegase a ocupar el Palacio de la Moncloa; la rápida gira también trató de afianzar la fidelidad del electorado popular ante al riesgo de que la anunciada candidatura al Congreso de Jesús Gil pudiera arrebatar al partido del Gobierno dos diputados.Los discursos pronunciados el pasado domingo en Ceuta y Melilla adelantaron ya que Aznar no dedicará la campaña electoral sólo a marcar las diferencias programáticas del PP con el PSOE en materia de libertades, justicia, construcción europea, educación, sanidad, emigración, gasto público o política económica; como confirmó al día siguiente su intervención en un híbrido acto académico-electoral, el presidente del Gobierno se propone igualmente asumir un papel exclusivo y excluyente en la defensa de la Constitución de 1978, no sólo ante las propuestas nacionalistas para reformarla, sino también frente a la supuesta tibieza del PSOE en ese terreno. Pero esa estrategia rompe el juego limpio y ofende la ética política: la victoria electoral no puede justificar el desbordamiento de los márgenes de discrepancia propios de un régimen democrático y la correlativa puesta en riesgo de la estabilidad del sistema. Aunque los líderes populares y socialistas hayan anunciado su loable propósito de no utilizar electoralmente la inquietud creada en el País Vasco y en el resto de España por la acción combinada de la ruptura de la tregua terrorista y de la ambigua equidistancia del PNV entre el Estado de derecho y ETA, la absurda pretensión de Aznar de secuestrar y monopolizar la ortodoxia constitucional en beneficio del PP podría tener consecuencias catastróficas.

Si la moraleja de la fábula enseña que las falsas alarmas sobre la llegada del lobo a la aldea terminaron por coger desprevenidos a los vecinos cuando la bestia invadió sus calles, la puesta en duda de la lealtad constitucional de los grandes partidos estatales y de las formaciones nacionalistas respetuosas con su articulado no hará sino azuzar los demonios de la polémica en beneficio de los adversarios del sistema constitucional. Las hemerotecas recordarán, por ejemplo, que la mitad del grupo parlamentario de Alianza Popular (ocho diputados sobre dieciséis) se abstuvo o se pronunció contra la Constitución en la votación final del Congreso; que Manuel Fraga -todavía hoy presidente fundador de los populares- enarboló la bandera de la reforma parcial de su articulado inmediatamente después de ser aprobado el texto; y que Aznar justificó -en un artículo publicado el 23 de febrero de 1979 en La Nueva Rioja de Logroño- "la abstención beligerante" en el referéndum constitucional celebrado dos meses antes.

Sin duda, la sesgada utilización del pasado contra los populares en ese terreno sería tan extemporánea como la maniobra parlamentaria ensayada hace años por los socialistas para excluir al PP del arco constitucional: la práctica política desde l978 hasta hoy acredita el carácter incuestionablemente constitucional del partido presidido por Aznar. En idéntico sentido, las tentativas del PP de situar al PSOE en las fronteras del sistema y de imputarle ocultos propósitos desestabilizadores por sus eventuales alianzas futuras con partidos y coaliciones nacionalistas también resultan estrambóticas e inaceptables. Ni siquiera la reforma de la Constitución puede convertirse en un tabú para los demócratas: si el Tratado de Maastritcht obligó en su día a modificar el artículo 23 a fin de reconocer el derecho al sufragio de los europeos en las elecciones municipales, tampoco cabe excluir la legitimidad de modificaciones técnicas o funcionales (por ejemplo, respecto al Senado) que el PP pudiera y debiera apoyar en el futuro.

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