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Navidad

Rosa Montero

Ya estamos en la recta final de las fiestas navideñas, que este año, más que nunca, están siendo una orgía consumista. Sé bien que vivimos en una sociedad maniaca de las compras y yo misma soy una gastona imperdonable; pero es tal el frenesí adquiridor de estas últimas fechas que la cosa empieza a resultar espeluznante. Esas manadas de parroquianos con paquetes que abarrotan los centros comerciales conforman el mayor rito colectivo de nuestra cultura, y, por consiguiente, nos definen. Somos porque compramos, o somos lo que compramos; y esas adquisiciones son el símbolo de nuestro poder y nuestro dinero.No cabe duda, en fin, de que somos un país rico. Y la riqueza es desdeñosa y excluyente: necesita de pobres ante los que manifestarse en todo su esplendor. Como somos un país rico muy completito, también tenemos pobres, por supuesto: según los últimos recuentos, seis millones de personas ganan menos de 37.000 pesetas al mes. Los ricos pueden lucirse, por tanto, y de hecho se lucen. Porque se diría que está en alza un talante ostentoso, un petardeo clasista y primitivo.

Por ejemplo, hace unos días me sucedió algo insólito. Fue en el centro comercial de La Moraleja, una zona cara y pija de Madrid. Una amiga y yo estábamos buscando una sortija, un regalo muy especial para el 80º aniversario de su madre. Entramos en la joyería Fernando Ramos; el vendedor nos sacó del local inmediatamente, con regulares modos, argumentando que todas las sortijas estaban en el escaparate y eran "muy caras, de 100.000 pesetas para arriba"; dicho lo cual, nos cerró la puerta en las narices. Volvimos a intentarlo: el tipo declaró groseramente que tardaría por lo menos una hora en atendernos. Le recriminamos su actitud y él barbotó, frenético, que no pensaba enseñarnos 50 sortijas para que luego no compráramos nada. Se ve que no teníamos el aspecto de su clientela finísima: no nos consideró a su altura, lo cual es un alivio. Hacía mucho que no encontraba un espécimen tan desorbitante e irredento del clasismo más zafio; pero me temo que este reaccionarismo torpe y elemental forma parte del nuevo espíritu navideño. Es el signo de los tiempos.

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