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Tribuna
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El árbitro, a examen

Joaquín Estefanía

La conferencia ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC) que se ha celebrado en Seattle (Estados Unidos) tenía como objetivo principal abrir una nueva ronda de negociaciones para la liberalización del comercio mundial. Éste es, en sí mismo, un principio loable, ya que las cifras son espectaculares: desde la posguerra, el comercio ha multiplicado 14 veces su valor, mientras que la economía se ha expandido por seis. La ronda que se abre, denominada Ronda del Milenio, será la novena y continuará la labor del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT).El GATT se negoció en Ginebra en 1947 y se puso en marcha inmediatamente después, incorporando los principios comerciales clave: la no discriminación en el comercio, la reducción negociada de los aranceles y la disminución gradual de otras barreras de comercio. En el seno del GATT se celebraron algunas de las conferencias liberalizadoras más conocidas, como la Ronda Dillon, la Ronda Kennedy, la Ronda Tokio o la Ronda Uruguay, la última, que duró siete años y medio. En 1995, el GATT, un acuerdo como indica su nombre, fue sustituido por la OMC, una institución con reglas de funcionamiento, que dicta sentencias en caso de litigio entre países.

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Para desesperación de los ortodoxos, la reunión de Seattle no pasará a la historia por sus contenidos. Mejor que no pase, porque reflejaría las disensiones a todas las bandas entre los países pertenecientes a la OMC, organizados por zonas de intereses. La contradicción más peregrina es la que se dio entre la Unión Europea y su órgano de representación, la Comisión Europea, al ceder el comisario europeo de Comercio, Pascual Lamy, a discutir en el seno de la organización sobre los alimentos transgénicos, postura que abanderaba Estados Unidos y que los Quince no querían introducir en este escenario. Seattle se recordará porque la presencia de decenas de miles de manifestantes, representantes de las ONG más dispares, ha permitido levantar el velo del oscurantismo sobre la OMC. Mientras para unos Seattle era la representación de los poderosos frente a las víctimas de la globalización, para otros las ONG no se representaban más que a sí mismas, eran rebeldes sin causa y en diversos momentos se comportaron como hordas violentas: "¿Se ha transformado la red internacional de ONG en una egoísta camarilla de elitistas? Como las burocracias en todas partes, una notoria embajada de excéntricos caracteriza el trabajo de muchas ONG...", escribía una publicación internacional.

En cualquier caso, su presencia en Seattle y su descontento han logrado actualizar la necesidad de que las reglas que se pacten, también para el comercio, sean transparentes y no se levanten en perjuicio del más débil. La credibilidad del árbitro de estas reglas, la OMC, ha sido cuestionada. De los 135 países que componen la OMC, 130 son países en vías de desarrollo; muchas de esas naciones más pobres fueron excluidas de la selectiva ronda de consultas previas en Ginebra. No fue sólo el presidente Clinton el que, con mucho oportunismo, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. En su intervención, Rodrigo Rato, vicepresidente del Gobierno español, reafirmó "la necesidad de que la sociedad perciba con claridad los fines y mecanismos de actuación de la OMC como institución básica de defensa de los principios del libre comercio... Constituye una obligación explicar cuáles son los mecanismos, medios y capacidades de la OMC y cuáles son sus límites para no generar expectativas inadecuadas".

Los neoliberales más duros encontrarán en el caos de Seattle un argumento más para acabar con la OMC (eliminar al árbitro) y dejar que las leyes que rijan sean las del más fuerte. Y habrá otros que, habiendo querido que entren en el área de lo comercial (de lo económico), lo que no lo es, como la educación y la sanidad, se opongan a que la OMC se reforme y se democratice porque, según ellos, eso supondría politizarla.

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