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Homologación

A. R. ALMODÓVAR

Es preciso reconocer que los profesores de la enseñanza concertada tienen más razón que un santo en lo esencial de sus reivindicaciones. La enseñanza concertada, para quienes no lo sepan, es un híbrido informe entre lo público y lo privado, que ni Borges, para su manual de zoología fantástica, ni las mentes calenturientas de nuestros conquistadores, hubieran sido capaces de alumbrar. Pero, eso sí, un monstruo que viene prestando muy buenos servicios a las arcas del Estado, aunque algunos crean lo contrario. Hace un cuarto de siglo, cuando la población infantil no hacía más que crecer y crecer, a alguien se le ocurrió el feliz invento de subvencionar aulas en centros privados con dinero público, por una sencilla razón: porque eso resultaba bastante más económico que lo mismo en centros estatales. Todo lo demás son monsergas corporativistas y sexo de los ángeles. Y ganas de echarnos a pelear a unos colectivos contra otros. Grosso modo, un profesor concertado gana como una tercera parte menos que un colega equivalente de la pública, y con un tercio más de horas de trabajo. Se dirá: han de ser sus tareas cualitativamente distintas. Pues no, sus tareas son esencialmente idénticas. Tendrá el trabajo más asegurado. Tampoco. Los de la estatal -bien es cierto que a costa de nuestros riñones-, conquistamos tres cosas que ya quisieran los otros: un empleo vitalicio -salvo que nos comportemos como auténticos energúmenos-; la movilidad por méritos objetivos, y no por capricho del patrón, y lo más importante de todo: la libertad de cátedra. Pero por ceñirnos sólo a lo retributivo: ¿dónde quedó aquel hermoso principio de la transición política, "a trabajo igual, salario igual"? Desde luego no en la enseñanza.

Cuando el PSOE llegó al poder en el año 1982, tuvo la ocasión de reconducir ese sistema hacia un modelo diferente, que algunos ingenuos propugnábamos como resultante de la superación del conflicto entre lo privado y lo estatal, y que hubiera conducido a una anténtica escuela pública, de la sociedad, con contratos laborales para todo el mundo y muchas cooperativas de enseñantes laicos. Ni que decir tiene que fuimos severamente derrotados y que, en lugar de eso, se intensificaron las sacrosantas oposiciones, por una parte, y se les dio de comer abundantemente a los colegios privados, en su mayoría religiosos, que no hicieron sino engordar y engordar.

¿Y ahora qué pasa? Pues pasa que la pirámide de población ya no es la misma que entonces, y que los niños escasean cada día más. Se va acercando la hora dramática de decidir con quién se quedan lo que quede, ¿con la privada o con la pública? La implantación de la LOGSE, sobre todo en secundaria obligatoria, ha añadido algunos efectos perversos al paisaje. Dado que está resultando altamente conflictiva en muchos centros del Estado -aquí los enseñantes tampoco tiran cohetes, por otras muchas razones- los padres de clases medias, e incluso de menos nivel, empiezan a preferir claramente la privada, donde la vida es mucho más apacible, a pesar de que suele haber más alumnos por aula, profesores peor pagados, más inseguros, etcétera. Desde luego, no parece sino que todo esto lo ideara un visionario, veedor de entelequias, que ni fuera socialista ni hubiera pisado un aula en su vida. Pero ésa es otra historia.

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