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Cándidas calas

LUIS DANIEL IZPIZUA

Los austríacos, al parecer, andan escasos de raíces, y debe de ser esa la razón por la que quieren desembarazarse de los inmigrantes. Acaso teman que estos se las coman -las raíces, claro- a falta de otra cosa que llevarse a la boca. Desde que dejó de ser Kaiserlich und Königlich, ese país no sabe ya muy bien lo que es, y en eso anda en opinión de los analistas: buscándose a sí mismo. Nada más loable que esa noble aspiración que puede justificar cualquier atrocidad. No, no nos llevemos las manos a la cabeza, no nos alarmemos. No sólo de pan vive el electorado democrático de un país avanzado -aunque siempre habíamos creído que quien necesitaba algo más que pan era "el hombre", pero ahora a éste se le debe de llamar de esa forma-, y es sólo pan lo que ofrecen el mercado, la globalización y esas cosas. Se precisan valores que colmen el vacío de tanto hartazgo. ¿La generosidad acaso, la solidaridad, la humildad, la dignificación del trabajo -de cualquier trabajo-, la camaradería? De ninguna manera, esos serían valores políticamente correctos y acordes con la estrategia del mercado global. Lo que se precisa es: ilusión, identidad, enraizamiento y cosas por el estilo.

Pues bien, esa tontuna del "nosotros hartos" no está en contradicción con el mercado global. Los votantes de Haider no se oponen al mercado, quieren ser sus privilegiados. Tampoco se opondrían a los inmigrantes allí donde los consideraran necesarios. Lo que sí están exigiendo es controlarlos: no sólo en número, sino en condición. Lo que están reclamando es una sociedad dual, no igualitaria, en la que no todos tuvieran los mismos derechos, en la que, llevando las cosas a su extremo, hubiera quienes ni siquiera tuvieran acceso al Derecho: nosotros y los otros. Y entre los "otros" los habrá de dos clases: los internos o esclavos, y los externos o rivales. Al mercado le resultan más lucrativos los pueblos que los individuos. Competid, explotad y consumid con la satisfacción de saberos los mejores. Esa es su máxima, y la raza y sus eufemismos vienen a ser la ideología de la competencia, su acicate y su consuelo.

En un artículo titulado ¡Que vienen!, Miguel Herrero de Miñón se desliza por aguas turbulentas. Es consciente de la contradicción que existe entre el rechazo de la inmigración, su necesidad y el paro entre la población autóctona; y hasta roza el núcleo del problema, que no se halla en los inmigrantes, sino en la naturaleza de los nativos, aristoi en zozobra que no están dispuestos a ensuciarse las manos. Prefieren la holganza del subsidio y que "los albañiles de Madrid sean polacos, los huertanos almerienses magrebíes y los jardineros del Maresme subsaharianos". Pero que no les muevan el cuadro, porque entonces comienza la llantina: que los polacos no dejen de ser albañiles, ni los magrebíes huertanos, ni los subsaharianos jardineros; y que se olviden además de que son polacos, o magrebíes, o subsaharianos, salvo para el hecho fundamental de seguir siendo albañiles, huertanos o jardineros, es decir -y hablando en plata- para seguir siendo inferiores. Salvada la identidad de esta forma, las miserias de la globalización adquieren la bonanza de una película de Rambo.

Son estas miserias morales, oportunamente maquilladas en plurales nobles, las que capitaliza gente como Haider. Y el hecho de que existan no quiere decir que tengamos que asumirlas. Para eso está la extrema derecha. Tampoco quiere decir, claro está, que tengamos que ignorarlas. Pero tendremos que buscarles soluciones distintas de las que cacarean Haider y similares. Tendremos, por ejemplo, que empezar a hablar de otra forma. Esa insistencia reciente en el "nosotros", por bienintencionada que sea y por plural que se pretenda, no deja de ser equívoca. Ese "nosotros" que se pretende integrador, parcela y mutila siempre al individuo. En épocas de acogidas masivas, como la que vivimos, sólo los que vienen debieran ser englobados bajo esa conceptualización colectiva, bajo "su" nosotros, y sería tarea integradora devolverlos a su condición de individuos libres. Es posible que esta tarea resulte más fácil, como dice Herrero de Miñón, entre gente culturalmente afín a nosotros, "iberoamericanos, rumanos y eslavos con preferencia a africanos". Pero practicar esa selección entre los que llaman a nuestra puerta presupone ya una priorización del nosotros que será difícilmente superable. Vengan de donde vengan, ellos siempre serán susceptibles de convertirse en "nuestro" dolor a nada que nos veamos en zozobra. ¡Pobres negros!

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