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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Noche de hotel

CRISTINA FERNÁNDEZ CUBASMe habían indicado que en aquella localidad había un único hotel. Cómodo y barato. Y ahí me dirigía. A alojarme por una noche en el Hotel Fruela. Pero, o era ya muy tarde o el alumbrado público demasiado débil. No lo encontré. Tampoco a nadie a quien preguntar. Iba a regresar a la estación, cuando empezó a llover y me refugié en unos soportales. Entonces me pareció escuchar el lejano sonido de unas gaitas. Retrocedí unos pasos. La música procedía de una ventana iluminada en la que, curiosamente, no había reparado hasta aquel momento. Miré sin disimulo. Tras las cortinas distinguí un salón y a una familia charlando junto al fuego. La familia infundía confianza, y el salón parecía lo suficientemente amplio como para tratarse del cuarto-para-todo de una posada antigua. Llamé a la puerta.

-¿Fruela? -pregunté.

-No -respondió una mujer de aspecto muy agradable-. Pero aceptamos huéspedes.

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Me invitó a pasar. Las gaitas surgían de un viejo gramófono admirablemente conservado, y la mesa que hacía las veces de bar era de madera noble. No soy anticuario, tan sólo viajante de comercio, pero se me ocurrió que tal vez al día siguiente podía hacer algún negocio.

-Nos perdonará -dijo la mujer-. Esta noche estamos de celebración: el cumpleaños de mi padre.

Tenía las pestañas largas y tupidas, y los ojos, de un negro profundo.

-No les molestaré -dije-. Tan sólo quiero descansar. Ella sonrió.

-Puedo ofrecerle una sidrina. O quizás le apetezca un caldín... Los diminutivos regionales, en su boca, sonaban dulces, reconfortantes, tiernos. Acepté la sidrina. Junto al hogar, la familia se había quedado en silencio, observándonos. Ella, ahora, miraba curiosa mi equipaje.

-¿Qué lleva en el maletín? ¿Qué vende? Había pronunciado maletín con el mismo encanto con el que, momentos antes, me ofreciera la sidrina. Me sorprendí pensando que la palabra "maletín" era deliciosa.

-De todo -dije, como buen vendedor que soy.

Con un rápido gesto se recogió el cabello en un moño. Me fijé en su sortija. Una esmeralda bellísima.

-Baratijas... -precisé intimidado-. Cosas de feria.

Abrí el muestrario y, a falta de algo mejor, escogí el artículo-estrella de la temporada. Una linterna de potencia inaudita, un auténtico foco, nuevo en el mercado, muy útil para automovilistas, feriantes, hoteleros... Ella no me prestó atención. Se había quedado prendada de un par de pulseras fosforescentes y de un tigre de felpa que podía gruñir si se le oprimía el estómago. Me propuso un trato. No quería dinero, pero a cambio de aquellos objetos me ofrecía la mejor habitación. La escuché confundido. Los brazaletes no valían nada, y el tigre llevaba en el dorso el anuncio de una marca de chocolatinas.

-Con derecho a desayuno -insistió.

Decidido. La mujer que tenía frente a mí carecía del menor sentido comercial. Instintivamente me volví hacia el gramófono. No suelo aprovecharme de los inocentes. Pero aquella pieza debía valer una fortuna.

-¿Le gusta la música? -preguntó siguiendo mi mirada-. Esta noche vendrán unos amigos. Gaiteros de verdad. De toda la vida.

No me atreví a preguntarle si tenía marido. Era hermosa. Cada vez más. El grupo silente, olvidado de mi presencia, se hallaba ahora absorto en la contemplación del fuego. Me sentí de más. Después de todo, yo era un intruso y ellos iban a celebrar una fiesta. Dije que estaba cansado. Ella me acompañó al zaguán y me mostró unas escaleras.

La habitación, en el primer piso, era inmensa. Cualquier otra familia no hubiera dudado en levantar tabiques y convertirla, por lo menos, en cuatro dormitorios. Pero no parecía que hubiera muchos forasteros en aquel pueblo. O a lo mejor se alojaban todos en el Fruela. O el Fruela, quizás, dada la ausencia de viajeros, hacía años que había cerrado. Me desnudé y me metí en la cama. Los ojos de aquella mujer seguían en mi pensamiento. No era una niña ya y seguramente estaba casada. Sin embargo, había algo especial en su mirada que parecía desmentirlo. ¿Y si fuera viuda? Intenté dormir y soñar con los ojos de la bella viuda, pero casi enseguida empezaron a sonar las gaitas. Las "de verdad", las "de toda la vida"... No resistí a la curiosidad. Me puse el batín -¡qué bonita palabra!, "batín"...- y me asomé a la barandilla de la escalera. Media docena de gaiteros ataviados con bellísimos trajes regionales cruzaban parsimoniosos el zaguán y entraban en el salón. Dudé en vestirme y bajar. ¿No era natural que un forastero se interesara por sus costumbres? Es más, ¿no resultaría una grave descortesía permanecer ajeno a aquel festejo? Tras el último gaitero apareció la mujer, agitada, feliz, dando indicaciones con los brazos a alguien que, desde mi puesto de observación, no lograba distinguir. Entonces se apagó la luz. Durante unos segundos no vi otra cosa que el brillo fosforescente de las dos pulseras. Sonreí. De alguna manera, yo estaba allí, con ella. Me llevaba en sus muñecas. Esa dulce sensación duró tanto -o tan poco- como la breve oscuridad. Enseguida un resplandor poderoso anunció la llegada de nuevas atracciones. No tardé en ver de qué se trataba. Era un pastel monumental, de por lo menos siete pisos. Una tarta iluminada que tres personas arrastraban sobre ruedas al tiempo que las gaitas enmudecían y del salón llegaban los primeros aplausos. Ahora recordaba avergonzado mi linterna de pacotilla. ¡Ni siquiera con cinco mil baratijas como aquélla podría producir semejante resplandor! Las puertas del salón se cerraron tras la tarta, y yo, a tientas, escuchando encendidos vítores al abuelo, regresé a mi cuarto. No era sólo una fiesta, sino un homenaje. Y no estaba claro que hubiera sido invitado.

Al día siguiente me levanté temprano, recogí mis cosas y bajé al salón. Olía a limpio, a recién fregado. En una mesa me aguardaba el desayuno. Pan, leche, café y -la única huella de la gran fiesta- un trozo de tarta de la noche anterior. Pensé que durante muchos días aquella encantadora familia se vería obligada a desayunar, comer o merendar siempre lo mismo. A no ser que la tarta tuviera trampa. Un fondo falso o varios pisos simulados. A través de una puerta entornada distinguí a la mujer. Estaba preparando un guiso. Hizo como que no me veía, pero sonrió y se arregló el peinado. Una niña junto al fuego jugaba con el tigre gruñidor. ¿La hija?, ¿la sobrina? Me acerqué al hogar. Siempre he sabido ganarme a las criaturas. En mi profesión es casi imprescindible. Si los feriantes, de quienes intento conseguir un pedido, tienen niños, el trato se resuelve fácilmente. Encandilo con cualquier chuchería a los pequeños, y sus padres, en vista del efecto, empiezan a echar cuentas y a calcular ganancias. Pero esta vez no pretendía vender nada. Tan sólo conseguir alguna información. Aunque, ¿no era demasiado pequeña para que pudiera sonsacarle? La llamé "guapina" y le pregunté por la edad del tigre.

-No sé -dijo encogiéndose de hombros.

Luego, me miró y alzó orgullosa los dedos índice y corazón.

-Yo, dos.

-Así que dos añines -proseguí-. Vaya, vaya.

-¡No! -protestó súbitamente enfadada. Y se resguardó tras el tigre como tras un escudo-. ¡Dos siglines!

La mujer de las pestañas fascinantes entró en aquel momento. Me dirigió una mirada seductora y cogió en brazos a la niña.

-Espero que no le haya molestado. Es la pequeña y está muy consentida.

Negué con la cabeza. Iba a decirle que aquella criatura era un encanto. Un prodigio. La niña más espabilada que había conocido en la vida. ¡Mira que responderme "dos siglines"! Pero algo me vino con fuerza a la cabeza.

-¿Cuántos años cumplía su padre ayer?

-Unos pocos -dijo con sonrisa encantadora.

Y recordé la primera impresión ante la deslumbrante tarta descomunal. ¿Qué era lo que había pensado entonces? Ni cinco mil linternas podían emular tanta luminosidad. Sí, eso era. Cinco mil linternas. Cinco mil focos. Es decir, cinco mil velas... ¡Cinco mil...! La cabeza empezó a darme vueltas.

-Tengo que irme ya -decidí en voz muy baja.

Ella me miró resignada.

Salí a la calle. Ahí mismo, frente a los soportales, se hallaba el flamante "Hotel Fruela". Parecía una broma, un disparate. Me volví hacia la casa que acababa de abandonar. Una densa niebla se levantó de pronto, como, según se cuenta, sucede a menudo en aquella región. Agucé la vista y alcancé a ver, sobre la puerta, una inscripción borrosa: "Posada Brigadoon". No sé idiomas. Soy un simple viajante, ya lo he dicho. Pero aquel nombre, en principio sin ningún significado, me afirmó en la decisión de alejarme de allí lo antes posible. Al abordar el tren me sentí a la vez cobarde y valeroso, sensato y necio, feliz y desgraciado. Ignoro aún si porque no había llegado a enamorarme. O todo lo contrario. Porque estuve a punto.

Expreso Gijón-Barcelona, 30 de mayo de 1999.

El último libro publicado de Cristina Fernández Cubas es Hermanas de sangre (Tusquets).

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