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El valor del agua

PEDRO UGARTE El verano consigue mudar el valor del agua. El agua dulce, sustancia preciosa en su escasez, deja ahora paso a las interminables corrientes de agua salada, al mar que baña nuestras costas. De pronto el metro cuadrado de orilla se pone por las nubes, ya que el ancho mar, para la mayoría de los seres humanos, se convierte en algo estrecho: hay que contemplarlo desde la costa, desde la delgada cinta de tierra que linda con las olas. Por muchas que sean las playas del planeta, definitivamente, jamás habrá en ellas espacio suficiente para acogernos a todos al mismo tiempo. La presencia del mar dispara el precio de las tierras aledañas. No es lo mismo un piso entre los compactos edificios de Rentería que otro con vistas a La Concha, ni una silla plegable dispuesta en el interior que la misma silla aposentada en la playa de Gorliz o Zarautz. Obstinadamente, desgraciadamente, en verano toca costa, y la costa es un concepto milimétrico: uno se aleja de ella apenas unos pasos y regresa al laberinto de cemento. Jamás cabremos todos en su desierto en miniatura y seguro que muchos de los que parten hacia el mar ni siquiera llegarán jamás a verlo. De eso son testigos los sufridos domingueros que, en el día del Señor, parten hacia Sopelana y acaban secuestrados en las interminables colas de automóviles que atoran los corredores de Uribe-Kosta: tarde o temprano recibirán una orden de la Ertzaintza para emprender ordenadamente el regreso. En la playa incluso las plazas son limitadas y nosotros, los seres humanos, también para esto somos ya demasiados. Se venden pisos con vistas al mar de efecto transitorio: el mismo constructor que nos vendió el cubículo decide al año siguiente alzar otro edificio similar entre nuestra humilde terraza y las olas. De esa hilera de continuas interposiciones parte la frustración general. Nadie puede estar seguro en nuestra sociedad de haber llegado a ser un triunfador: cualquier día nuestro milímetro de mar, conquistado a base de créditos y esfuerzo, puede verse invadido por la ambición de nuevos triunfadores y la avaricia de los mismos constructores. Si el mar inspiró alguna vez a los poetas, los poetas, quizás, ya han desistido. Basta hacerse con un metro cuadrado de arena para aposentar la toalla, pero hasta conseguirlo la lucha puede ser titánica. No hay espacio para la lírica. Sí, quizás hubo un tiempo en que era posible descansar en los vastos y deshabitados arenales del planeta, pero ahora uno no deja de pensar en las tortugas, en esas melancólicas tortugas que necesitan también de playas para enterrar su carga de huevos y asegurar una nueva generación de miembros de su especie. Supongo que dentro de pocos años no encontrarán espacio entre toallas y sombrillas para desovar en las playas del trópico, y ello no será culpa de las agencias de viajes, ni de los legítimos deseos de desarrollo de los países centroamericanos: la culpa será tan sólo nuestra. Basta que nos amontonemos en cualquier punto del planeta para desalojar de allí a todo bicho viviente, para sembrar nuestra herencia de plástico y basura. Inútil, absurdamente, el próximo domingo se reproducirán las épicas caravanas hacia la costa, y pocos serán los afortunados que lleguen a tiempo de no considerarse idiotas tras tres horas en carretera. El mar fue en otro tiempo un lugar para pensar, pero ahora no es menos hostil que la Gran Vía en un día laborable. Como los seres humanos obramos por contagio, no hay más remedio que soportar la dictadura. Quizás el verdadero lujo, en nuestro tiempo, esté al alcance sólo de auténticos potentados: disfrutar de la Gran Vía en pleno agosto, disfrutar del mar y sus encantos a lo largo del resto del año, cuando nadie tenga un solo momento para acordarse de él. Melancólicamente pienso en estas cosas, mientras por tercera o cuarta vez un grupo de niños pasa corriendo junto a mi toalla, levantando un torbellino de varios kilos de arena y convirtiéndome en una ridícula croqueta, desprovista de toda dignidad.

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