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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Karnaba

En respuesta a la pregunta que usted me formula en su carta, le diré que, efectivamente, yo coincidí con Karnaba en Alcalá-Meco pocos meses antes de su muerte. A mi ingreso en la prisión, él ya estaba señalado por la enfermedad que habría de arrastrarlo a la tumba. Lo recuerdo como era en el tramo final de su vida, sin semejanza ninguna con el atleta espigado que había sido en tiempos. Tengo muy presente en la memoria su cara demacrada y unos ojos fijos, penetrantes, que daba escalofríos mirar. Todos los días, en el patio, yo procuraba esquivarlo debido a la repulsión que me producía su aspecto físico. A veces el sofoco lo obligaba a detenerse y no había paseo en que no se arrimara al muro a vaciarse de esputos ruidosamente. Le guardaba, eso sí, respeto y él me lo guardaba a mí; pero no amistamos, en parte porque nos separaba un abismo de edad (once o doce años), en parte también porque nunca he logrado congeniar con los guipuzcoanos de las zonas rurales. Son gente, ¿sabe usted?, que se desplaza de A a B atravesando a cabezadas cuantas paredes encuentran a su paso.Quien sí lo conoció de cerca fue mi cuñado Xanti Arrondo, que en paz descanse. Mi cuñado, en sus buenos tiempos, se manejaba de maravilla con los explosivos; pero tenía un defecto: le gustaban demasiado los libros. Quiero decir que tendía de suyo a extraviarse en filosofías y meditaciones, de modo que a veces, a la hora de la verdad, se quedaba corto de redaños. Éstos le sobraban a Karnaba, hombre de escasa cultura y de ningunos miramientos, que lo mismo disparaba a un militar en el atrio de una iglesia que a una perdiz o a los pajaritos en los montes cercanos a su pueblo. Entre los dos y un fulano de Vitoria que los llevaba y traía en coche, formaron un grupo mortífero por aquella época. Al final, lo de siempre: los vieron, los persiguieron y los cogieron. Habría necesitado tres vidas de longevo cada uno para cumplir la condena que les cayó. El cáncer, a su manera, indultó primero a Karnaba y más tarde a mi cuñado, de quien escuché la historia que usted desea incluir en su estudio.

Yo la recuerdo como sigue: Karnaba se hallaba un atardecer de 1978 a la espera de órdenes en un piso secreto de Tolosa cuando sonó el teléfono y una voz de confianza le comunicó que había un guardia civil (para nosotros, un pikoleto) cenando solo en el bar-restaurante Etxeberría. Le aseguraron que no existía la menor duda acerca de la identidad del individuo, de cuyos rasgos faciales y atuendo de paisano le hicieron una sucinta descripción.

La villa disfrutaba por aquellos días de sus fiestas de carnaval. Las calles rebosaban por tal motivo de gente cantarina y disfrazada. Iban y venían las charangas en medio de una gran animación popular, que se prolongaba a diario hasta la madrugada. Medio en el bullicio, no le resultaba difícil a un pikoleto sin uniforme ni tricornio andar a la husma de sospechosos. Karnaba vislumbró la oportunidad de ganar mérito ante sus jefes de organización y decidió actuar deprisa y por su cuenta. Se puso una prenda de abrigo con capucha; metió en un bolsillo el arma; en otro, una figurita de cristal con forma de pájaro, que solía servirle de amuleto, y sin perder tiempo en mayores preparativos se echó a la calle.

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Tras un cuarto de hora de camino por calles apartadas y al amparo de las primeras tinieblas de la noche, avistó el letrero del bar-restaurante Etxeberría. Encontró el local bastante concurrido, pero no lleno. A mano derecha, nada más entrar, había unas escaleras empinadas y estrechas que conducían a un comedor subterráneo. Karnaba, según contaba Xanti, descendió sin precipitarse los diez o doce escalones de madera, tentando con una mano la pared, la otra aferrada al arma dentro del bolsillo. Abajo percibió enseguida una seña que disimuladamente indicaba en una determinada dirección. Al revirar la mirada, Karnaba vio sentado a una mesa del fondo, junto a la puerta del servicio de caballeros, al pikoleto en mangas de camisa, un tipo bien apersonado, de entre treinta y cinco y cuarenta años, que acababa de encender un puro y lo degustaba con ostensible complacencia. Le colgaba de la muñeca un grueso reloj plateado. Tenía debajo de un párpado una verrugilla negra erizada de pelos. Karnaba enristró hacia él y, sin mediar palabra, le descerrajó un tiro a bocajarro en la verruga.

Con la misma flema con que había llevado a cabo el atentado (la ekintza, que decimos nosotros) subió la escalera y salió del bar-restaurante Etxeberría. Nadie lo siguió. No hubo voces de alarma. Los parroquianos de la parte de arriba ni siquiera habían oído la detonación, silenciada, al parecer, por el tachán tachán de una charanga que en aquel momento pasaba tocando unos aires chabacanos por la calle. Karnaba, embutida la cabeza dentro de la capucha, dobló la esquina y a paso vivo se perdió en la noche.

Se conoce que le repudría toparse con tantos juerguistas mientras él se sacrificaba y se jugaba la vida en pro de la liberación de Euskal Herria. Así que, vencido por el mal humor, decidió volver cuanto antes al piso y encerrarse. Por la calle se entretuvo tratando de adivinar el nombre del pikoleto al que acababa de matar. José González, Juan Fernández... se iba diciendo. La radio no tardaría en confirmárselo. A todo esto llegó a la callejuela que acaso usted conozca, entre dos antiguas casas de piedra, al pie del monte Uzturre. El suelo, cubierto a trechos de adoquines, estaba mojado por la llovizna que no había cesado de caer en el transcurso de la tarde. Era una callejuela en cuesta, sin más iluminación que la que le daban los tenues reflejos procedentes de la parte baja de la villa. Se veía muy poco, detalle en el que siempre insistía mi cuñado, sin duda por considerarlo determinante de lo que allí ocurrió. A Karnaba la oscuridad le traía sin cuidado. A fin de cuentas se encontraba a cuatro pasos del piso que le servía de escondite y en el que, antes de nada, debería redactar un informe sobre el pistoletazo en el bar-restaurante Etxeberría con vistas a mandarlo a sus jefes en Francia, según la obligada costumbre cada vez que los militantes realizaban una ekintza. Eso lo han contado innumerables libros; no tengo, pues, por qué ocultarlo.

Continúo. Karnaba enfiló tan tranquilo la callejuela por la que en aquel preciso instante bajaba alguien de quien no pudo distinguir el rostro, pues ya le he dicho a usted que al lugar le faltaba poco para hallarse por completo a oscuras. Ni salía luz de las ventanas de las casas ni se veía farol alguno por los alrededores. En todo caso, de haberlos, debían de estar a buen seguro estropeados.

Total, que cuando oyó ruido de pisadas y se percató de que alguien venía en la dirección opuesta, Karnaba, sin pararse, se hizo a un lado con el propósito de dejar sitio a la persona que bajaba por la callejuela. Al otro parece que se le ocurrió la misma idea, con tan mala fortuna que ambos chocaron de frente. Sonó una palabrota en la oscuridad, al tiempo que la espalda de Karnaba se aplastaba contra la pared a consecuencia de un recio empellón. A Karnaba, según relataba mi cuñado, se le figuró al pronto que era víctima de un atraco. "Tendría narices", pensó, "que un ratero de tres al cuarto me mangase la pistola. ¿Cómo se lo explico después a los compañeros?". Movido de un impulso instintivo de defensa, soltó un puñetazo a la ventura que le alcanzó de lleno en el pecho al desconocido. -¡Cabrón! -dijo éste, mordiendo las sílabas con rabia.

Se abalanzó acto seguido sobre Karnaba. Sus jadeos feroces, alternados con imprecaciones entre dientes, no dejaban lugar a dudas acerca de la saña con que se aprestaba a la pelea. Sin él saberlo, permitían de paso intuir sus movimientos en la oscuridad, de modo que Karnaba pudo desbaratarle la furiosa acometida por la vía simple de alzar una rodilla y esperar a que el otro se la clavase en el vientre por su propio impulso. El desconocido profirió un grito sordo de dolor, como si le hubiese tomado de repente una arcada. El encontronazo había hecho perder a Karnaba el equilibrio. A punto de caer, logró, sin embargo, agarrarse con la yema de los dedos a una muesca de la pared. Por espacio de varios segundos quedó en una postura comprometida, en la cual hubo de aguantar una pega de patadas, algunas tan fuertes y certeras que pensó lo golpeaban a matar.

Al fin consiguió mal que bien erguirse y, ciego de coraje, arremetió contra quien tan fieramente lo maltrataba, decidido a derribarlo costase lo que costase. Se trabaron los dos en un abrazo violento que les brindó la primera ocasión de medir sus fuerzas. Luchaban, silenciosos, anhelantes, apretándose el uno al otro con iguales bríos que si se hubieran puesto de acuerdo para fundirse en un solo cuerpo. Obra de un minuto duró el forcejeo. En ese tiempo a Karnaba le fue dado comprobar que su contrincante era un joven de complexión robusta, barba áspera y estatura algo más baja que la suya. También comprobó un detalle que lo colmó de inquietud: el desconocido poseía unos brazos de hierro a los que él poco o nada podía oponer como no fuese una treta socorrida.

Optó, en consecuencia, por zafarse, recular un paso y tirar una patada a ras de tierra, semejante a una embestida de guadaña, hacia donde suponía que se hallaban los tobillos del extraño. Sus cálculos se revelaron acertados; pero no había previsto que el otro se desplomara encima de él y, asiéndole vigorosamente por los hombros, lo arrastrase al suelo en su caída. Karnaba sintió un dolor agudo en el espinazo. Al parecer, la punta redondeada de un adoquín se le había incrustado en la espalda, impidiéndole revolverse con la prontitud que hubiera convenido a su defensa. Se supo perdido no bien el otro le oprimió el pecho con una rodilla y comenzó a sacudirle puñetazos a discreción en la cara. Entre golpe y golpe, podían oírse, calle abajo, murmullos de la fiesta, entremezclados con ráfagas de música. Karnaba intentó anunciar que se rendía; pero sus labios partidos y su boca llena de sangre no atinaron a articular más sonido que un agónico susurro incomprensible.

Se ahogaba, falto de aire. Y aquel bestia sin rostro no paraba de arrearle mamporros. A mi cuñado le habría de confesar tiempo después que hubo un instante en que dirigió la vista al firmamento negro con el propósito de despedirse de la vida. Así y todo, quienquiera que maneje los hilos del destino determinó que Karnaba no finase aquella noche en la callejuela oscura de Tolosa. Su mano topó por azar la pistola caída sobre los adoquines durante la pendencia. Puede usted suponer el desenlace de la historia. Que al día siguiente se descubriese que el muerto era un destacado militante de la organización afectó muchísimo a los nuestros, empezando por el pobre Karnaba.

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