_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

LA CRÓNICA La feria de los inventos PEDRO ZARRALUKI

No sé quién dijo que la vida es todo aquello que sucede mientras tú haces otros planes, pero fuera quien fuese tenía razón. De pequeño yo quería ser inventor y mago, dos actividades que por aquella época -y vaya usted a saber por qué- me parecían razonablemente complementarias. Entre otros muchos proyectos fracasados, construí una especie de tabla de windsurf para ir por tierra y un coche de scalextric con dos motores, artilugios ambos que no llegaron a funcionar en la realidad con la misma perfección con que lo hacían en mi mente enfebrecida. De aquellos años conservo una abultada biografía de Edison. En ella se cuenta que el gran inventor quiso escribir una "novela eléctrica", pero que acabó cansándose de la idea. Declaró, con despiadada sorna, que prefería inventar una docena de cosas útiles, y aun un novelista mecánico que produjese novelas al darle cuerda. El caso es que abandoné mis primeras ambiciones y me hice escritor, por lo que hoy en día no puedo dejar de pensar que soy algo así como un invento bufo de Edison. Se comprenderá, dados estos antecedentes, que me trasladara entusiasmado a Vilanova i la Geltrú nada más enterarme de que se estaba celebrando Galáctica 99, la VI Feria Nacional de Inventos. Era sábado por la tarde y entraban oleadas de visitantes al pabellón deportivo donde se celebraba. En la taquilla me dieron un catálogo impreso en el que se explicaba que la muestra estaba dedicada a los inventores individuales, con el fin de que éstos tuvieran un lugar donde exponer los productos de su ingenio. La cosa no podía ser más prometedora. El catálogo de innovaciones allí expuestas contenía propuestas tan espectaculares como una banderilla bidireccional pensada para evitar que los toreros se lesionasen, un coche sin carrocería y un modelo de contrato laboral que aspiraba a acabar con el paro. Contenía también, repetida por todas partes, una palabra que siempre me ha seducido: dispositivo. Un dispositivo viene a ser para mí un instrumento mágico, un mecanismo muy difícil de idear, algo así como un ensalmo convertido en objeto. Me fastidiará llegar al final de mi vida sin haber inventado ninguno, aunque me consuelo pensando que una novela funciona como un sólido dispositivo narrativo, como una máquina bien engrasada. Un inventor, como un literato, es una persona orgullosa de haber tenido una idea. Y allí, en Galáctica 99, estaban todos los inventores mostrando al público sus ideas. Durante mi largo paseo fui observándolos. Un señor de Esplugues había ideado una isla flotante con piscina, tumbonas, parasoles y hasta una barra de bar. Otro, éste de El Masnou, ofrecía un inodoro contra el estreñimiento. Sin ningún reparo, explicaba su funcionamiento a un círculo de curiosos. En un stand minimal una pareja sonriente proponía un calientacuchillos para mantequilla. En otro stand, un simpático coruñés mostraba un dispositivo -dispositivo, ¡qué envidia!- para el aparcamiento transversal de automóviles. Había propuestas por completo disparatadas y otras realmente ingeniosas, como una especie de timbre que, instalado en la ventanilla de un coche y con el lema: "¿Molesto? ¡Pulse!", permitía avisar por radiofrecuencia al propietario de un vehículo mal estacionado. Me pregunté qué tipo de magnífica locura arrastraba a toda aquella gente a llevar a la práctica sus ideas, a hipotecar lo que hiciera falta y a ofrecerlas en una feria. Contemplando una hidrobicicleta desmontable, pensé que un escritor debía ser el primero en comprender que no es ninguna tontería defender a capa y espada las propias ocurrencias. ¿Qué otra cosa mejor tenemos? Fue en aquel momento cuando llegué a un stand en el que no se mostraba ningún invento. Era la de un marchante de ideas. El empresario, un sevillano, me explicó que él representaba cualquier cosa que pudiera ocurrírsele a alguien: desde un ingenio mecánico hasta un juego de mesa... o una novela. Salí del pabellón con el folleto del marchante entre las manos. Leí: "No hace falta que sepa nada sobre patentes, ni que sepa hacer planos, ni que sepa vender... Sólo hace falta que sepa pensar". Al dirigirme hacia el coche me crucé con un hombre que seguía con ostentoso fastidio a una mujer. "¿Qué coño hacemos aquí?", se quejaba, "¡si ya está todo inventao!" Por suerte para el amplio mundo del pensamiento, el muy insensato entraba en territorio enemigo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_