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Ni ilustración ni liberal

Hubo en una ocasión en España un periodista del género desarrapado cuyos muy lustrosos apellidos eran Cánovas Cervantes. Bohemio, un tanto venal y funambulista entre la extrema derecha y la extrema izquierda, la maledicencia madrileña encontró un buen apodo con que denominarle, dada la distancia entre su nombre y lo que realmente era: "Ni lo uno ni lo otro". Pero pronto se descubrió que su nombre de pila era Salvador y, entonces, hubo que recurrir a completar el apodo con la adición de "Ni tampoco lo otro".A la revista que recientemente ha aparecido, La Ilustración Liberal, le valdría muy bien el apodo de Cánovas Cervantes. La publica esa secta, denominada ultraliberal, acostumbrada a vivir entre ritos iniciáticos y conspiradores de penumbra, cuya solidez de convicción no suele correr pareja con la enjundia de conocimientos ni la sindéresis en la doctrina predicada. Tuvo en el pasado la pretensión de armar desde el punto de vista intelectual a la derecha y últimamente se le nota un cierto desvío con respecto al poder, pero, al mismo tiempo, nada autocrítica al contemplarse a sí misma.

Si lo fuera empezaría por descubrir lo injustificado de los dos términos combinados en la denominación. Ilustración indica sabiduría acerca de las cosas, ganas de aprehenderlas, diseccionarlas y entender su esencia; a partir de todo eso se puede tratar de cambiarlas. Liberal quiere decir adscrito a un talante intelectual y, además, a una doctrina que tiene rasgos precisos y padres conocidos, por lo que el adjetivo no puede usarse ni de forma gratuita ni a beneficio de inventario.

Lo primero que debe hacer un liberal, por talante y porque se trata del principio mismo no ya de la sabiduría, sino del conocimiento, es respetar la realidad; ése es también requisito exigible de la pura y simple ilustración. ¿Diría cualquier observador imparcial del escenario internacional que la visita del Papa a Cuba ha sido un éxito para Castro, que Aznar vive un "idilio apasionado con él" o que los Estados Unidos han renunciado a hacer presión sobre Cuba? Esas afirmaciones se encuentran, sin embargo, en un artículo del siempre admirado Vargas Llosa, de quien hay que alabar la tenacidad en la oposición a la dictadura cubana, pero cuya descripción resulta inaceptable, y la receta sugerida, a partir de ella, aún más. ¿Habría -se pregunta uno- que desembarcar los marines en vez de utilizar la diplomacia?

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Saber implica estudio y no hacer ejercicios acrobáticos de simplificación que no hacen más inteligibles las cosas, aunque, eso sí, sirven para aplicar la tea incendiaria al adversario. El director de la publicación, Federico Jiménez Losantos, y su secretario, José María Marco, pontifican a tambor batiente sobre historia contemporánea española, materia en la que carecen de cualquier título conocido para emitir una opinión de mínimo lustre. Asegura el primero que nada menos que la totalidad del pasado español durante el primer tercio del siglo XX es objeto de "una falsificación deliberada y sistemática", como si estuviera en manos de una especie de reducto de fanáticos extremistas. Opiniones como éstas son de aquellas que se quitan leyendo; en este caso se esgrime para declarar que todos los miembros de las Brigadas Internacionales eran comunistas. Eso tiene el mérito de descubrir el Mediterráneo, si quiere decir que las organizó la URSS, y el de evitarse la molestia de leer buenos libros, que proporcionan los porcentajes precisos de miembros de esa ideología en aquéllas. Marco resulta todavía más osado. Sin bagaje demostrado resuelve que la protesta de los intelectuales con motivo del 98 carecía de fundamento y sólo sirvió para deteriorar a un régimen liberal cuando la prosperidad era tanta en aquella época que "nunca hubo tanto dinero en España" (sic). Josep Carner decía, en relación a los católicos integristas españoles, que su ingenuidad les hacía olvidar su propia ineptitud, y tras leer cosas como éstas, parece que la frase tiene aplicación en otros campos. La ingenuidad procedería de pensar que decir una machada (o una simple ocurrencia, pero del género grueso) es un acto de valentía que sirve para cambiar las cosas. Otros desprecian cuanto ignoran; el ultraliberal inventa aquello que no se molesta en conocer.

Liberalismo quiere decir, como actitud intelectual, partir del intento de entender las razones de los demás, que existen, aunque no se compartan, y que merecen ser discutidas y no declaradas de entrada inexistentes. El ultraliberal, en cambio, aparte de emitir opiniones rotundas sobre lo que no sabe, liquida en la inanidad a quien discrepa. Léase en La Ilustración Liberal a Lorenzo Bernaldo de Quirós, quien dictamina que la "tercera vía" es producto del "vacío o el plagio". Convicciones profundas son esas que, desde luego, evitan la discusión. En el debate ideológico del fin de siglo, el liberalismo necesitaría, al menos, dar alguna respuesta antagónica a la "tercera vía".

Liberalismo e ilustración obligan a la responsabilidad, es decir, a prever las consecuencias inevitables de aquello que se predica con entusiasmo. En La Ilustración Liberal abunda la defensa de ese género de medidas y actitudes cuyo resultado es tan absolutamente previsible como desastroso. Defiende un articulista lo que denomina como "desamortización" de los bienes culturales, es decir, su paso a manos privadas, porque en esta materia el "gasto desmesurado e injustificable" -como el que, en su opinión, hace la Administración actual- no debe tolerarse de ningún modo. Pero, claro está, ¿qué hacemos, en directa aplicación de esta doctrina, con el Museo del Prado? ¿Lo cerramos si no hay bastantes visitantes dispuestos a pagar un caro billete de entrada? Los ultraliberales suelen decir que sus tesis no nacen de una interpretación economicista de la realidad, pero se montan en el tobogán del despropósito cuando aplican su doctrina en el terreno estrictamente económico. En la revista citada se defiende la supresión del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial (¡que aprendan quebrando los países pobres a aplicar políticas ortodoxas!) o la panacea de "más mercado y menos regulación de cualquier tipo" como método para resolver los problemas creados por las crisis financieras internacionales. ¿Se imagina qué habría sucedido hace un par de meses de aplicarse tal doctrina?

En principio asombra la seguridad del ultraliberal, pero luego se descubre una mezcla de superficialidad, desconocimiento, gusto por la extravagancia y desmesura en el fondo y la forma. Como en la metáfora de Isaiah Berlin, el ultraliberal tiene una sola idea, pero muy fija. No puede extrañar nada su procedencia: no se trata sólo de que buena parte proceda del estalinismo, sino que no se dan cuenta de que no lo han abandonado, sino que lo practican ahora en una forma transfigurada. Está bien equivocarse una vez y arrepentirse, pero quien lo hace una vez puede caer en el error otra e incluso en temas más graves. Cuando uno deja el comunismo debe tener la cortesía de emigrar a la socialdemocracia porque, de otro modo, rotulándose liberal, en realidad sigue en su cruzada particular de antes. Sólo que ahora en la derecha y más bien en su porción extrema. Una prueba más bien peregrina: Jiménez Losantos lamenta amargamente que el Rey no haya asistido a la inhumación de los restos del último de los zares. Menos mal que no se han descubierto los huesos de Gengis Khan.

Y todo esto, ¿por qué hay que decirlo? Desde luego, por higiene pública y por convicción de que también juega la competencia y el mercado en el terreno de las ideas; es la única forma de descartar aquellas que son absurdas y de consecuencias graves. Pero también porque hay ocasiones en que los poderes económicos, que suelen ser ignorantes, no dudan en subvencionar la extravagancia -incluso del género pernicioso- en materia cultural. No hace poco, grandes bancos financiaban en parte Razón Española, la revista de Fernández de la Mora, manifiestamente contraria a la democracia y a la Constitución. Ese caso se repite ahora en esta nueva revista: basta con echar una ojeada a sus páginas. Aviso a navegantes: por sus anuncios los conoceréis. Quiero decir a esa gente adinerada dispuesta a subvencionar lo que no debe.

Javier Tusell es historiador.

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