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Tribuna:DEBATE SOBRE LA GUERRA EN YUGOSLAVIA
Tribuna
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Régis Debray o la ceguera de la inteligencia

Cuando el sabio señala la luna, el mediólogo que se hace pasar por ingenuo mira el dedo. Valiéndose de este principio revolucionario, Régis Debray realiza una sorprendente proeza: denunciar la influencia imaginaria del western en la guerra que tiene lugar en la antigua Yugoslavia desde hace diez años sin decir una sola palabra sobre el acontecimiento en sí. Especialista de los medios de comunicación y de transmisión simbólicos, no tiene ojos más que para los soportes, los circuitos, las redes y los media. Como antinorteamericano, no ve más que a Estados Unidos triunfando fuera de nosotros, pero también dentro de nosotros, representado por el pequeño y familiar Bruce Willis, que programa, sin que nosotros lo sepamos, nuestros pensamientos más personales y nuestras reacciones más espontáneas.Como europeo nostálgico, está demasiado ocupado en redactar la oración fúnebre del Viejo Continente como para interesarse de verdad por lo que en él acontece. Como despiadado y superdotado panfletario, reprocha a todos el desconocimiento de una realidad de la que él mismo no quiere saber nada.

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En resumen, a Régis Debray le absorbe hasta tal punto su labor de desengaño que pierde de vista el mundo en cuyo nombre supuestamente la lleva a cabo.

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Los que no se dejan engañar se equivocan, decía Lacan. Si quisiera prestar al presente un poco de la atención que dedica a su presentación en la CNN, este mediólogo sabría que Serbia tiene atenazadas a todas las demás repúblicas y provincias de la antigua Yugoslavia entre dos variantes del imperialismo: la hegemonía de Belgrado o la Gran Serbia étnicamente pura, el sometimiento nacional o la expulsión y las masacres de las poblaciones rebeldes.

Los nombres de Vúkovar, Sarajevo, Pristina resuenan en el desarrollo de este argumento monótono. Srebrenica lleva el nombre de una derrota nuestra demasiado real. Los que se han alzado en Europa contra la inexorable agresión, lejos de adoptar una actitud favorable y de comprender este acontecimiento basándose en el arsenal épico o trágico de las grandes batallas del siglo, defendían a la vez los principios del derecho (¿dónde está el mal?, ¿dónde el simplismo?, ¿dónde Bruce Willis?) y las frágiles verdades factuales. Han militado encarnizadamente, año tras año, en pos de la exactitud. Y es que la indiferencia al derecho se apoyó, desde el principio del conflicto, en una manipulación de los hechos que no tenía nada que ver con Hollywood, sino con la combinación, tan acorde a nuestro carácter, de la memoria histórica y de la negativa a dejarse engañar.

Buenas noticias para la mediología: los telespectadores ya no son tontos. Ven los telediarios con una mirada escudriñadora y ciudadana. Escaldados por las vergonzosas mentiras sobre la guerra del Golfo y Timisoara, saben poner ahora en entredicho todas las masacres. ¿Racak? Un montaje. ¿El bombardeo del mercado de Sarajevo? Una carnicería, sin lugar a dudas, pero, ¿quién se beneficia del crimen? Y ya que sabemos ahora que la soldadesca de Sadam Husein no desenchufó nunca las incubadoras de los bebés de la ciudad de Kuwait, basta con invocar este episodio para ponerse, de una vez para siempre, al abrigo del viento y de las malas noticias.

La vigilancia cuelga así de los acontecimientos molestos y comprometedores un cartel de "no molestar", mucho más eficaz que la cándida fe o el fanatismo ciego. La inquietud ante el engaño, los simulacros, los montajes, se convierte en un derecho cómodo a negarlo todo. El estado de alerta permanente se vuelve la coartada de un bienestar inquebrantable. Esta desconstrucción a la carta amenaza mucho más el sentido común que las películas malas. En nombre de la resistencia a

la desinformación, puede ahora uno elaborarse su menú informativo, dejando de lado las noticias indigestas y quedándose sólo con las que no cuestionan los prejuicios históricos. Y es que Régis Debray está muy equivocado al lamentarse: los automatismos de la memoria han funcionado perfectamente en este asunto. No son los relatos edificantes e inconsistentes del tío Sam los que han hipnotizado a nuestras élites, sino sus fantasmas y quimeras. Han sucumbido, sí, pero no al flujo de imágenes norteamericanas, sino al peso del pasado francés.Nada más pronunciarse la palabra Balcanes, la actualidad desapareció de la escena. Atrapados en unas circunstancias apremiantes, los responsables, los expertos y numerosos editorialistas pidieron, por desgracia, precedentes. En vez de responder mediante la inventiva a lo original de la situación, escogieron primero el recuerdo, según la ley de la mínima acción formulada y deplorada por Paul Valéry en Regards sur le monde actuel.

¿Qué fue lo que recordaron? La alianza franco-serbia y el Reich alemán. Hoy todavía, después de todos estos años de crímenes, los adversarios feroces de la OTAN dicen que Alemania ha hecho estallar deliberadamente Yugoslavia para repatriar a Croacia y Eslovenia a su zona de influencia, como si nada hubiera ocurrido allí que justificara el deseo de secesión, y como si los eslovenos no hubiesen visto, en el tutelaje sobre Kosovo, la prefiguración del destino que les esperaba si decidían quedarse en la Federación Yugoslava.

En resumen, se descarta, a pesar de los referendos, que Eslovenia y Croacia hayan optado por la independencia. Porque, para el espíritu histórico que moldea aún tantos comportamientos, estos pueblos balcánicos no son sujetos de pleno derecho. Son peones, marionetas, títeres movidos por las potencias. Existen, ciertamente, y al mismo tiempo no existen. Después de la caída del muro, e igual que antes, continúan siendo objetos de la historia, y cuando se expresan, la oreja adiestrada por el conocimiento del tiempo descubre siempre la voz de su amo.

La historia que reclama Régis Debray es una instancia espantosa de desrealización. Ésta es la razón de que los que hablan en su nombre puedan afirmar que los alemanes han destruido Yugoslavia al reconocer a Croacia después de la destrucción de Vúkovar: nada irreparable se produce allí donde se enfrentan personas que no existen. Si ese racismo silencioso no hubiera infectado las cancillerías, no nos veríamos ahora reducidos a esta operación de "fuerza paralizada", que neutraliza una por otra la obsesión de "cero muertos" y la voluntad de poner de rodillas al régimen de Belgrado. ¿Cómo afrontar esta situación? ¿Cómo salir de esta contradicción para cumplir nuestros necesarios compromisos? Ésta es la cuestión que se plantea ahora. Para resolverla, hará falta algo más que la vieja enseñanza del desprecio y el nuevo arte de limitarse a ver la televisión.

Alain Finkielkraut es filósofo francés.

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