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Tierra de nadie

La tierra de nadie, el espacio que media entre dos adversarios, suele convertirse en tierra quemada. La experiencia demuestra que cuando las posiciones enfrentadas se alejan lo que queda entre ellas, cualquiera que sea su extensión, no tiende a transformarse en una zona de buena vecindad. Al contrario, la rivalidad de los extremos agosta lo que entre ellos media.El País Vasco ofrece un buen ejemplo de lo dicho. Basta pasearse por aquella tierra, especialmente después de la tregua, para comprender que la sociedad vasca no está radicalizada, cualquiera que sea la posición política que sus ciudadanos mantengan. Pero sus fuerzas políticas sí lo están y los líderes aún más que gran parte de sus bases. Ni todos los españolistas lo son a la manera de los líderes del PP y del PSOE, ni todos los nacionalistas son abertzales ni todos los abertzales se expresarían con la radicalidad e imprevisible extemporaneidad de muchos dirigentes nacionalistas. La radicalidad prima, así, sobre la efectiva representatividad de posiciones y actitudes, por legítima e incuestionable que esta representatividad sea. Actitud semejante favorece a los más duros. Y, si como todos los días se afirma, hay radicalidad en el mundo abertzale, no cabe duda de que es EH la beneficiaria de esta situación, a costa de posiciones nacionalistas más flexibles. Así se demostró en las pasadas elecciones autonómicas y se mostrará en las próximas elecciones forales y locales. Pero es más llamativo que, desde la posición contraria, se cultive una actitud pareja cuya utilidad electoral se ha visto también en las pasadas elecciones y puede comprobarse en las próximas, no sólo locales, sino también generales, si éstas, como tantos indicios apuntan, pudieran convocarse, también, antes del verano. De ser así, crecerá la representación del Partido Popular en ayuntamientos y Juntas Generales cuando menos, y también la de EH. Partido Socialista aparte, es claro que EA e incluso el PNV serán los principales paganos de esta remodelación del mapa político.

Ahora bien, lo más probable es que el conjunto del voto nacionalista, en trance de ser liderado por EH, será superior, como lo ha sido en las pasadas elecciones, al voto españolista y su mayor radicalismo no parece vaya a facilitar el urgente y necesario entendimiento con las fuerzas españolistas y el Gobierno de Madrid. Pero, si en un improbable aunque nunca descartable resultado, el voto españolista fuera mayoritario, ¿acaso se habría conseguido poner en vías de solución el problema vasco? ¿Sería más fácil a la hipotética mayoría españolista negociar con un nacionalismo minoritario, pero mucho más radicalizado? Todo apunta a que no. Porque el problema a resolver, la consolidación de la paz y la negociación política para obtener un encaje constitucional satisfactorio, algo tan necesario como inevitable, no puede hacerse depender de unas elecciones, generales o autonómicas, forales o locales, convertidas en referéndum. Y me temo que ése es el camino que se pretende seguir. El inmovilismo en vez de la negociación, la apariencia de fortaleza como alternativa a la eficaz flexibilidad, pretende remitir la solución del problema al resultado favorable de las futuras elecciones; resultado que nunca se produce y que requiere un siempre nuevo aplazamiento. Pero, entretanto, las posiciones más radicales del nacionalismo se refuerzan, las vías intermedias se cierran, como ocurre con los senderos abandonados, y, en consecuencia, la negociación resulta cada vez más difícil.

Es claro que eso no preocupa a quienes, de uno u otro lado, no buscan la solución negociada, sino la victoria, incluida la victoria democrática. Tan esforzados campeones olvidan dos extremos: primero, la paz es más importante que la victoria y si ésta puede conseguirse frente a otros aquélla sólo es posible con los otros. Segundo, la democracia auténtica no consiste en la mera aritmética electoral, sino en el diálogo con la minoría, cualquiera que ésta sea.

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