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Delirios de soberanía

Aunque el nacionalismo virulento es mortal de necesidad, los casos benignos se curan con los viajes, los ligues, las lecturas, los congresos, la antena parabólica o la conexión a Internet. De todos modos, no hay que bajar la guardia, pues las recaídas afectan al cerebro y al cutis, provocando alucinaciones en la mente y arrugas profundas en la cara. El desvarío nacionalista produce el espejismo de un mundo dividido en espacios culturalmente homogéneos y separados entre sí por fronteras de soberanía, donde cada tribu posee su territorio y cada ser humano pertenece a una tribu. Un mundo así no ha existido nunca, pero en la calentura se pierde el sentido de la realidad y se cae en el delirio de la soberanía. Según alucinaba Blackstone, en cada territorio "hay y tiene que haber una autoridad suprema, irresistible, incontrolada y absoluta, en la que reside el derecho de soberanía". Hoy en día tal soberanía ya no existe y no hay razón ninguna para añorarla, aunque siga siendo invocada como coartada por dictadores, carniceros étnicos y otras figuras poco edificantes. Todos los niveles de gobierno (desde el distrito municipal hasta las Naciones Unidas) se limitan unos a otros, y se ven mediatizados por la opinión pública, los flujos de capitales, las empresas, las ONG, los medios de comunicación y mil otras instancias, que -como ha señalado Manuel Castells- forman una tupida red donde ningún nudo es soberano. El nacionalismo siempre es un irredentismo, pues su imagen mitológica nunca coincide con la realidad. A los nacionalistas catalanes les irrita la heterogénea pluralidad cultural de su propio país, contra la que llevan 20 años de cruzada lingüística intervencionista y anacrónica. A los nacionalistas vascos les disgusta que los navarros no quieran integrarse en Euskadi. A los nacionalistas españoles les produce desazón que en Gibraltar no ondee la bandera de España. De buen humor, Arzalluz y Matutes no dejan de tener su encanto, pero hay que ver lo feos que se ponen cuando les da el espasmo nacionalista y se acongojan por la soberanía, cómo se les torva la mirada, cómo se les amarga el rictus, cómo fruncen el entrecejo. Casi dan miedo. ¿Es que no tienen asesor de imagen? Desde que Franco cerró la verja de Gibraltar, dejando sin trabajo a miles de españoles y obligando a sustituirlos por mano de obra foránea, hasta el reciente calvario de atascos artificiales con el que Matutes castiga a los 2.000 españoles que trabajan en la Roca (con el único objetivo de incordiar a Caruana), pasando por la larga letanía de insultos, amenazas y ninguneos de los gibraltareños y sus representantes democráticamente elegidos, los sucesivos Gobiernos franquistas y posfranquistas han hecho cuanto han podido para agostar cualquier simpatía que hacia España hubieran podido sentir los llanitos. Por eso no es de extrañar su unánime rechazo a cualquier pretensión de integración en nuestro país. Desde luego, si nuestro Gobierno desea vender la idea de España en Gibraltar, tendrá que cambiar de asesor de marketing.

El ministro Abel Matutes es un hombre de mundo de finos modales al que no le va nada el papel de matón de barrio que la rancia doctrina diplomática heredada del franquismo le obliga a asumir. Mantiene la retórica cínica de denunciar el colonialismo inglés en Gibraltar, cuando todo el mundo sabe que la única razón por la que Gibraltar sigue siendo una colonia es por la oposición de los gobiernos españoles a que acceda a la independencia legal. En efecto, el Tratado de Utrecht, que cede Gibraltar a perpetuidad a Gran Bretaña, otorga a España un derecho de veto sobre su posible descolonización. En vez de decir groserías (los acuerdos con Gibraltar, que se los cuelguen en el baño) y ningunear a las autoridades legítimas de la Roca, Matutes debería sentarse en una mesa con Caruana (que es persona razonable) y solucionar los temas pendientes como vecinos civilizados. Da la impresión de que a Matutes no le importa el problema ecológico del agotamiento de los caladeros de pesca, ni el problema laboral de los pescadores de Algeciras, ni los problemas de los trabajadores españoles en la Roca, y ni siquiera los posibles problemas técnicos del contrabando. Respecto a Gibraltar, va como un zombi por la vida, obsesionado por el seudoproblema de la soberanía, que no es un problema para nadie, que es un puro bluff, la fantasmagoría enfebrecida de un ramalazo de nacionalismo galopante y trasnochado.

Afortunadamente, la península Ibérica no es la Balcánica. Aquí todas las fronteras (entre España y Francia y Andorra, al norte; entre España y Portugal, al oeste, y entre España y Gibraltar, al sur) están completamente estabilizadas desde hace tres siglos, lo cual constituye un récord mundial del que sólo cabe felicitarse. Nadie en el mundo agradece a los nacionalistas vascos, catalanes o españoles que planteen reivindicaciones que impliquen cambios en las fronteras más antiguas de Europa; nadie desea ver mapas de Euskal Herria estableciendo nuevas fronteras, anexionando a Navarra y extendiéndose por Francia; nadie quiere presenciar el bochorno de un Gibraltar integrado a la fuerza y contra la unánime voluntad de sus habitantes en un Estado hostil que lleva medio siglo hostigándolo.

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Dejemos las cosas fronterizas como están y trabajemos por que las fronteras desaparezcan por su irrelevancia creciente. El día que cualquier ciudadano (y cualquier empresa o asociación) tenga los mismos derechos en todas partes, a todo el mundo (excepto a un par de fanáticos recalcitrantes) le dará igual por dónde pasen las fronteras. La sociedad civil será una sociedad global y los grupos culturales se agruparán por afinidades electivas y no por imposiciones territoriales. Cuando ese día llegue y las fronteras sean meras divisorias administrativas carentes de connotaciones emocionales, seguramente se retrazarán de nuevo con criterios aburridamente geográficos. Probablemente la península Ibérica entera sea entonces una unidad administrativa, al mismo nivel que la Itálica, la Balcánica o la Escandinava, sin ningún tipo de pretensión nacional ni soberanista. Pero aún tiene que llover para eso.

El mundo compartimentizado en espacios disjuntos, soberanos y culturalmente homogéneos, el mundo soñado por los nacionalistas, ya no volverá. Todas las tendencias profundas de nuestro tiempo, motivadas por el progreso tecnológico, apuntan en la dirección contraria. Las empresas multinacionales, las bolsas interconectadas, las monedas transnacionales, la telefonía global, la Internet, la televisión por satélite, las ideas científicas y filosóficas, las modas, las vacaciones, todo tiende a ignorar cada vez más las viejas fronteras. Las fronteras actuales son las cicatrices dejadas por las heridas de la violencia pasada. No hay que entrar en la dialéctica de nuevos delirios, nuevas violencias, nuevas heridas y nuevas cicatrices. El problema nacionalista de las fronteras y las soberanías no debe ser resuelto, sino disuelto, a ser posible, en las farmacias, y sin receta médica.

Jesús Mosterín es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.

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