_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El viaje sobre el tiempo o la lectura de los clásicos

1. Algunas palabras están tan desgastadas por la retórica oficial que parece difícil usarlas con un significado escueto y preciso. Así ocurre con "humanidades", "humanismo" o "clasicismo". Todo el mundo está a favor de su fomento académico, pero son muchos menos quienes creen y confían en su valor en la educación y la sociedad de hoy, a pesar de que el prestigio y la pervivencia de los autores clásicos son la sustancia de las humanidades tradicionales y en sus textos se configura el acceso a la tradición humanista europea.El arte de leer y reinterpretar esos textos inolvidables desde nuestra perspectiva sigue siendo el más sólido e ineludible fundamento de la formación humanística, una educación que está marginada y angustiosamente amenazada por presiones pragmáticas, urgencias sociales y modas pedagógicas. De modo que la enseñanza de humanidades, en un tiempo prestigiosa, está en honda y extensa crisis. Tal vez se nota más en nuestras aulas, pero no se trata sólo de un fenómeno escolar. Se trata de una crisis amplia de la lectura y de la relación con el pasado. Es el pasado el que ha perdido prestigio.

2. Lo que ha consagrado y define como clásicos a determinados textos y autores es la lectura reiterada, fervorosa y permanente de los mismos a lo largo de tiempos y generaciones. Clásicos son aquellos libros leídos con una especial veneración a lo largo de siglos. Un libro clásico es un texto enormemente sugestivo, que invita a nuevas relecturas. Italo Calvino, en un estupendo ensayo recogido en su libro Por qué leer a los clásicos, daba 14 definiciones. Me gusta especialmente la que dice: "Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir".

Acaso ahí reside el misterioso atractivo fundamental de esos textos: en su inagotable capacidad de sugerencias. Siempre se puede encontrar en ellos algo nuevo, sugerente y aleccionador. Frente a tantos y tantos libros sólo entretenidos, ingeniosos, eruditos o muy doctos, pero de un solo encuentro, frente a tantos papeles de usar y tirar, los textos literarios se definen por admitir más de una apasionada lectura. Y los clásicos invitan a relecturas incontables.

Podríamos calificar a los libros clásicos como "la literatura permanente" -según frase de Schopenhauer-, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero, en contraste con los best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad. Suelen llegarnos rodeados de un prestigio y una dorada pátina añeja, pero conservan su agudeza y su frescura por encima del tiempo. Son los que han pervivido en los incesantes naufragios de la cultura, imponiéndose al olvido, la censura y la desidia. Algo tienen que los hace resistentes, necesarios, insumergibles. Son los mejores, libros "con clase", como sugiere la etimología latina del adjetivo classicus.

3. Pero eso no significa que esos textos se sitúen más allá de la historia, sino que su recepción, su fulgor y permanencia dependen de la estima más o menos constante de sus lectores y, por lo tanto, de las alternativas del gusto. Si se han mantenido como clásicos es porque siguen diciendo algo valioso a muchos, como una parte del "capital cultural" de una lengua o una nación o una cultura. Pero en la lealtad del lector hacia esos textos y su apreciación hay aspectos subjetivos e históricos que no debemos olvidar. Existe una valoración variable en el canon de los clásicos. Cada época tiene los suyos y, si me permiten la imagen, diría que las cotizaciones de la bolsa literaria tienen subidas y bajadas, más bien un tanto lentas. Son las generaciones de lectores las que eligen a los clásicos.

4. El arte de la lectura, como comentara Pedro Salinas, es cada vez más difícil. Requiere tiempo, silencio y una cierta disposición interior. En nuestra civilización de consumo, apresuramiento y desarrollo tecnológico, es difícil dejar tiempo y silencio para la lectura. Vivimos atiborrados de noticias inútiles, atontados por los ruidos y asediados por una espesa banalidad. Tenemos tantísimos libros que es difícil penetrar a fondo en algunos con pasión.

Pero los clásicos no son fáciles, piden un cierto reposo en la lectura y un empeño por entenderlos a fondo. Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos, atentos a los matices y a los ecos. Esa lectura despaciosa, que degusta a fondo el texto, es ya un lujo raro.

5. No todos los clásicos poseen igual grandeza ni paralelos atractivos o idénticos méritos, y no todos están situados a la misma distancia, en el tiempo y el idioma, de la sensibilidad del lector. Podríamos insinuar aquí una distinción sencilla entre los clásicos universales (aunque queda bien entendido que "universales" quiere decir los de nuestra civilización occidental) y los nacionales (en los que el uso del propio idioma resulta un rasgo decisivo para su valoración). Los primeros serían el núcleo del canon: Homero, Esquilo, Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes o Molière. Son los gigantes de la literatura, cuya obra se alza esplendorosa por encima de su lengua, época y nación.

Los nacionales son los mejores representantes de una lengua y cultura, pero cuya grandeza resulta mejor valorada en su propia tradición cultural. Su uso del idioma los ha convertido en referencias indispensables de la escuela y la literatura nacional. Son Quevedo,Góngora, Chaucer, Sterne, Corneille, Racine, Schiller o Pushkin.

Y quizás podemos abrir una tercera lista, del todo subjetiva, de los clásicos que calificaríamos de "personales". Como decía Calvino, son los que con amor has seleccionado como "tus" clásicos, aquellos que uno considera amigos.

Es evidente que los clásicos han visto reducido en la escuela y la universidad el lugar de honor que tuvieron antaño, pero se siguen reeditando en nuevas traducciones. En España se publican más y mejor que en ningún tiempo.

La escuela, como señalaba Calvino, debe mantener un papel de primer orden en la orientación de esas lecturas. El alumno debe encontrarse con algunos libros maravillosos y con inolvidables nombres de la literatura. Por ahí debería empezar su conocimiento elemental y su admiración hacia esos textos, en encuentros que pueden marcar una vida.

En España apenas se estudian o se leen los llamados grandes libros, los clásicos universales, en las escuelas ni en la universidad. No hay espacio para ellos en ningún nivel de la enseñanza. No existe aquí, en ninguna facultad ni plan de estudios, una asignatura de lectura y comentario de los "grandes libros", como en algunas universidades de EEUU.

Entre nosotros se suelen leer y comentar en clase algunos clásicos hispánicos, del grupo de los "clásicos nacionales", más modélicos por su dominio del idioma que por su temática. Parece innegable el interés de tales textos, pero acaso sea más dudoso su provecho cuando se estudian por obligación demasiado pronto. Por poner un ejemplo, no creo que el Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita, sea una de las lecturas más apropiadas para alumnos de bachillerato, ni por su contenido variopinto ni por su amplísimo vocabulario medieval.

6. Siempre leemos a los clásicos desde nuestro momento y perspectiva. Siempre los recibimos en nuestro propio contexto. Don Quijote no es para nosotros, después de las lecturas de los románticos europeos, una novela cómica que parodia los libros de caballerías, como fue para sus primeros lectores en el siglo XVII. Su protagonista no es sólo un enloquecido hidalgo que parodia a los caballeros andantes, entre burlas y delirios, sino un símbolo patético del héroe hispano, idealista, envejecido, en choque con la realidad.

7. Otra cuestión importante es la del canon de los clásicos. El libro de Harold Bloom El canon occidental (Anagrama) apuntaba lo esencial del problema, aunque también suscitó algunas polémicas menores y, en mi opinión, superficiales. Lo que Bloom destacaba muy bien, en su defensa lúcida y rotundo alegato a favor de la lectura de los clásicos, era cómo esos grandes libros, antes leídos y comentados en las aulas con respeto y dedicación, habían sido un núcleo arraigado en la educación universitaria a través de épocas y generaciones, y que esa educación humanista y literaria, anclada en la lectura de los grandes textos del pasado, nunca estuvo tan agredida como ahora en EEUU.

8. La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una responsabilidad evidente. Para su educación, los jóvenes deben encontrar una pauta de excelencia, una lista sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores escritores, artistas, creadores y pensadores del pasado. Es en la escuela donde debería fomentarse y desarrollarse la lectura como instrumento formativo para los más jóvenes. Allí debería orientarse su disposición a leer, de modo progresivo, y a leer lo mejor, desde breves textos hasta adentrarse en los grandes libros. Y hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el objetivo es que quienes se educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos ni a aburrirse.

Enseñar a leer, a entender de verdad lo leído, a profundizar en su sentido con mirada crítica e intentar expresar con claridad las propias respuestas frente a esos textos impresionantes es un reto espléndido para un auténtico educador, que va desde los comienzos hasta el final del periodo didáctico. Estimular la imitación de los clásicos me parece bien; pero aún mejor es invitar al diálogo perenne y vivo con sus textos.

Los profesores de letras, y desde luego los filólogos, somos maestros de la lectura a fondo. Tarea de modesta apariencia y, sin embargo, esencial en todo humanismo. ¡Si al menos supiéramos enseñar a leer, si lográramos transmitir el entusiasmo por la lectura de los grandes textos, una lectura activa, inteligente y personal! Si los alumnos aborrecen los libros, si son malos lectores, el fracaso es también nuestro. Y en el desprestigio de la lectura tenemos una parte de culpa, por no haber logrado infundirles el amor por los libros.

Pero no resulta menos claro, sin embargo, que los profesores tenemos sólo una parte de responsabilidad, no la mayor, en ese estrepitoso fracaso. Las presiones de la sociedad actual, orientada al consumo continuo, el progresivo imperio de una cultura audiovisual, la opinión manipulada por los grandes medios de comunicación y los incontables se-

Pasa a la página 38 Viene de la página 36

ñuelos y artificios espectaculares de una tecnología desbordada reducen a discretos márgenes la influencia de la educación escolar en la vida.

El desprestigio de la enseñanza secundaria oficial atestigua un sintomático y ubicuo malestar. La profesión docente ha descendido mucho en influencia y aprecio. ¡Tristes profesores de enseñanza secundaria! Muchos de ellos almacenan una excelente preparación profesional que les sirve de muy poco. Con frecuencia se encuentran agarrotados, maltratados, confusos, desilusionados ante los planes de estudio y las reformas que marginan sus enseñanzas -las humanísticas y las científicas también- con horarios exiguos, y que privilegian el aprendizaje de técnicas y saberes prácticos o de meros entretenimientos con títulos políticamente correctos. Y que se ven desconcertados, a la vez, por la desidia y el escaso interés de numerosos alumnos, poco atentos y mal civilizados, y escasamente motivados, como se dice, en sus estudios por un contexto social desfavorable.

La disciplina, la valoración del estudio esforzado, la memoria y la imaginación, el disponer de tiempo para leer y refrescar las lecciones, requieren un apoyo y una autoestima que se echa en falta en los centros, mientras prolifera la rutina burocrática, las reuniones de tiempo perdido, el encasillamiento de las asignaturas y una jerga pedagógica.

9. La enseñanza de las humanidades parece, en efecto, andar un tanto a contrapelo de los tiempos, malos tiempos sin duda para la formación intelectual en los viejos moldes humanistas. Y, sin embargo, justamente por ese ambiente poco favorable, debemos insistir en su importancia, en su validez para contrarrestar las modas. En un futuro en que previsiblemente cada vez habrá menos horas dedicadas al trabajo, donde el tiempo de ocio debería ser cada vez mayor, es cuando debería cuidarse más la educación de estilo humanista, es decir, el cultivo de una formación integral, que permita acceder a los mayores y más espléndidos logros de nuestra civilización.

Por otra parte, es la educación lo que permite y fundamenta una auténtica libertad de elección. Es grave error recortar el valor de la misma reduciéndola a lo pragmático y especializado. Insistamos en el valor de la educación como formación general, como paideía. Sólo quien conoce el bien -como argumentaba Sócrates- puede elegir lo más valioso. Porque no podemos confiar en que, sin una previa educación, la gente vaya a preferir la cultura y el saber esforzado a la mera diversión masiva y fácil. La mejor carta que juega la vulgaridad en su favor es lo fácil y cómoda que resulta.

10. Hemos insistido aquí en el valor de los clásicos para la formación integral, espiritual, del individuo, pero no debemos olvidar su mejor razón de éxito: leerlos procura no sólo conocimiento, sino también un variado, vivaz, inmenso placer. Si conocer es un anhelo natural del hombre, la mejor literatura, a la vez que nos hace conocer el mundo y a nosotros mismos, nos emociona, eleva, instruye y divierte. El placer que brindan los clásicos, cuando ya no se leen por obligación escolar, sino por íntima decisión, es una experiencia mágica.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_